Con la guerra civil en la nuca

Durante décadas, una de las características más singulares del movimiento nacional palestino era la práctica ausencia de conflictos internos graves. Las escisiones sangrientas, como las de Abu Musa o de Abu Nidal fueron la excepción, y no la regla. Una y otra vez, en la Jordania previa al Septiembre Negro, en la guerra civil del Líbano, durante la primera intifada y los seis largos años de ésta segunda, palestinos de distintas tendencias e ideolo-gías siempre lograban limar a última hora sus diferencias y, si no unirse, al menos respetarse mutuamente. Esto se debía en parte a la habilidad de Arafat para lograr acuerdos entre las facciones. Mahmud Abas ha querido toda su vida ser Arafat. Pero no es Arafat, ni en lo malo ni en lo bueno. Aunque nunca lo parecerá por sus declaraciones, son su apego al poder y su nula capacidad de diálogo las que han hecho imposible un gobierno de unidad nacional con Hamás. Mientras tanto, no es poca ironía que este grupo, considerado extremista (y lo es, en algún sentido) sea el que haya dado un mayor ejemplo de paciencia que, por desgracia, parece a punto de acabarse. Pero si la guerra civil se une a las otras plagas que ya sufre este pueblo no será Abas el único responsable. Hay que preguntarse por qué la Unión Europea sigue negándole el pan y la sal a un Gobierno elegido según sus propias normas mientras mantiene un privilegiado acuerdo de libre comercio con Israel que equivale al 40% de las exportaciones totales de este país tan poco amistoso con la UE. Si es cierto que la ayuda a los palestinos estaba condicionada al respeto de los acuerdos de Oslo (que la ANP no ha roto aún) también lo es que el acuerdo comercial con Israel estaba condicionado al respeto a los derechos humanos y la negociación. Hamás no reconoce a Israel, pero Israel tampoco reconoce a Palestina. Pero, como les ocurre a algunos miopes, Bruselas ve muy mal con un ojo y muy bien con el otro.