Misión fallida de acercamiento a la población
«No necesito nada de ustedes, sólo que suelten a mi hermano»
Una de las tareas más duras para los estadounidenses en Irak es vencer la desconfianza de la población y subsanar los importantes errores que su propio Ejército comete
«¿La misión de hoy? Bueno, es un poco embarazosa. El otro día unos muchachos de otro batallón hicieron unos disparos de advertencia y le dieron a un niño sin querer en el hombro. Vamos a ir a su casa a ver cómo está». Una explosión interrumpe al capitán. No ha sido lejos. La onda expansiva retumba en el puesto avanzado de combate Pathfinder. Le sigue una ráfaga de disparos. El Pathfinder era hasta hace poco una fábrica de espagueti. Pertenecía a un suní y, eso, en un barrio de mayoría chií como este de Nuevo Bagdad es un pecado en los días de guerra civil que corren. Los milicianos chiíes asaltaron la casa y le prendieron fuego. El dueño corrió lo suficiente para salvar la vida, pero no tuvo valor para volver y reclamar la propiedad. «Vimos que esto estaba libre y nos quedamos para utilizarlo como un puesto desde el que controlar el barrio», explica el teniente Dave Forsha. Ahora sus soldados viven entre las paredes ennegricidas por el humo y los escombros que se acumulan en el patio. No hay baños ni letrinas utilizables, así que las necesidades se hacen en un bidón al que un soldado pega fuego una vez al día. Barricadas en la iglesia Una hora después nos sumamos a un convoy de todoterrenos Humvee camino de la casa del niño herido. Pasamos junto a una iglesia coronada por un crucifijo y mucho alambre de espino. Los accesos están bloqueados con barricadas. Los soldados se paran un momento a hablar con las cuatro personas que hay dentro. Los iraquíes les responden desde la verja, que ni abren ni traspasan. Pasamos también cerca de una mezquita chií. El último viernes de oración, el imán llamó a los fieles a no cooperar con los norteamericanos. La casa no está muy lejos. El convoy serpentea entre las calles de tierra y las paredes con fotos de Moqtada al Sadr. De vez en cuando tiene que parar para abrir alguna de las barricadas con las que los iraquíes se protegen de los ataques suicidas. Un oficial toma un micrófono y saluda en árabe a los niños: «¿Qué pasa, chavales?». Los niños, que llevan camisetas falsificadas del Real Madrid y otras que mezclan escudos merengues con fotos de Ronaldinho, sonríen y levantan el pulgar. «Es parte de la nueva estrategia, aproximarse más a la gente, saludar, bromear con ellos para que les cambie un poco la cara. A ellos les gusta», cuenta el teniente Chonko, al mando de la patrulla. ¿Y a los adultos? A ellos les saludan con el preceptivo salam aleikum (La paz sea contigo). Pero ni les responden ni sonríen. «Dile a la señora que hemos venido a ver qué tal se encuentra su hijo», le pide Chonko al traductor iraquí en cuanto llegamos a la casa. La madre no puede ocultar su sorpresa cuando ve llegar a los norteamericanos. Está inquieta ante los hombres armados, vestidos con chaleco antibalas y casco, pero se muestra educada y da las gracias. Chonko hace su mejor esfuerzo para disculparse y pide ver al niño. Habla despacio y de forma cariñosa, mientras sus hombres se despliegan formando un perímetro de seguridad. -No, no está. Está en el hospital, dice la señora. -¿Y su padre? -Está con él. -¿Podría darnos el teléfono del padre para llamarle? La mujer duda un instante y baja la cabeza. -Bueno, la verdad es que no sé el número. Chonko se da cuenta de que no confía en él y hace traer su regalo para el niño herido por balas perdidas norteamericanas: cuadernos y pinturas. La siguiente parada del convoy es un casa dos manzanas más lejos. Hace dos días los soldados se llevaron de allí a un iraquí sospechoso de ser uno de los líderes locales de la milicia del Ejército del Mahdi. «En realidad, no estamos seguros -admite Chonko-. Hay muchos iraquíes que se llaman igual. Sinceramente, creo que no es. Por eso venimos para informar a la familia de que su hermano va a estar detenido un par de días más. Queremos asegurarnos de que están bien porque me parece que no es el tipo correcto». Otro de los tenientes no está de acuerdo: «Apuesto el culo a que sí es». Esperanza frustrada Abre la puerta la madre del detenido y su hermano. La mujer cree que le traen de vuelta a su hijo y se alegra. Los soldados le explican que no y ella se echa a llorar desconsolada. Sólo se interrumpe para enjuagarse las lágrimas con la abaya, la prenda negra que usan las mujeres chiíes. «¿Por qué lo retienen? No ha hecho nada», se lamenta. Chonko se dirige al hermano. -Va a ser cuestión de un par de días, señor. Pero le aseguro que su hermano está bien. ¿Podemos hacer algo por ustedes? -Sólo necesitamos que suelten a mi hermano. -Le puedo dejar mi teléfono para que llame y sepa como está. -Y si le llamo a ese teléfono, ¿podré hablar con mi hermano? -No, pero puede hablar conmigo y yo le cuento. -No, entonces no quiero su teléfono. El teniente se resigna. Reparte algunos cuadernos más entre los niños y se va. «Estoy convencido de que este es el esfuerzo que hay que hacer. Acercarse a la gente, sin vehículos ni ametralladoras, hablar con ella, ganarse sus corazones y sus mentes. Pero es verdad, ellos no confían en nosotros. Esto va a llevar mucho tiempo», reconoce. «Esto no va a funcionar» Un policía iraquí detiene el tráfico para que pasen los soldados y forma un gran atasco. Los conductores iraquíes miran malhumorados. Por las calles de donde hemos venido, irrumpen tres blindados Bradley entre el estruendo de sus cadenas, moviendo las torretas de sus cañones, apuntando aquí y allá. Los soldados miran a los vehículos, que pertenecen a otra unidad. Uno de ellos dice lo que piensan todos: «Intentas ser amable con la gente y vienen estos después y lo joden todo apuntando a la gente. Esto no va a funcionar».