Diario de León

| Reportaje | La pena capital en EE. UU. |

Condenados que exigen morir

Robert Comer y Christopher Newton, que serán ejecutados esta semana, han renunciado a apelar, lo mismo que ya han hecho uno de cada nueve sentenciados a muerte en los Estados Unidos

Christopher Newton, de 37 años, mató a otro preso

Christopher Newton, de 37 años, mató a otro preso

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Fanny Carrier - washington
León

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Dos ejecuciones están pro­gramadas para esta semana en Estados Unidos. Son dos estados diferentes, dos histo­rias diferentes, pero con un punto en común: como suce­de con más de un condenado de cada nueve en este país, los dos hombres renunciaron a apelar y exigen morir. Robert Comer, de 55 años, mató a un campista en Arizo­na (suroeste) en 1987. Conde­nado a muerte, comenzó una larga serie de apelaciones antes de arrojar la toalla en 1998. Los tribunales se demo­raron años en declarar que su estado de salud mental le permitía tomar tal decisión y, a menos de un informe de último minuto, debería morir en la madrugada de hoy. Delincuente reincidente en Ohio (norte), Chris­topher Newton, de 37 años, se convenció un día de que no saldría jamás de la prisión. Frente a esta perspectiva pre­firió en noviembre del 2001 matar a su compañero de celda para ser condenado a muerte. Debe recibir una inyección letal en la madru­gada del jueves. Suicidios asistidos Para los críticos de la pena capital, estas ejecuciones voluntarias no son más que suicidios asistidos por el Estado y su constante proporción ilustra ante todo la fragilidad mental de los condenados y la inhumani­dad de las condiciones de vida en los corredores de la muerte. Desde el restableci­miento de la pena de muerte en 1976 en Estados Unidos, 124 condenados ejecutados habían renunciado a sus apelaciones, más de uno de cada nueve. Ciertos estados, principalmente en el noreste, sólo ejecutan a voluntarios. Según un informe de Am­nistía Internacional, la casi totalidad de estos volunta­rios son hombres blancos, mientras que la mitad de los más de 3.300 condenados a muerte estadounidenses per­tenecen a una minoría étnica, y la mayoría de ellos sufre graves problemas mentales. Más allá de las cuestiones de salud mental, Amnistía destaca las numerosas razo­nes que pueden inducir a un condenado a exigir morir: enfermedad, remordimien­to, fanfarronería, creencia religiosa, búsqueda de no­toriedad o simplemente la necesidad de hacer uso de lo que parece ser un último acto de control sobre su vida. Sobre todo, son las condi­ciones de detención, en ais­lamiento absoluto durante años, enfrentado a la infernal alternancia de la esperanza y el abatimiento, las que hacen perder la cabeza a algunos y el gusto por vivir a muchos, asegura Amnistía. ¿Renunciar? «Muchos ha­blan y algunos llegan hasta escribir a los jueces, aunque llegamos a menudo a ha­cerlos cambiar de opinión», dice John Blume, abogado y profesor de derecho que ha defendido a medio centenar de condenados a muerte, en­tre ellos a un ejecutado que renunció a apelar. Desalentador «Es muy desalentador verlos abandonar toda esperanza [...]. Es comprensible, consi­derando las condiciones en que viven, pero eso equivale a mirar a alguien suicidarse», agrega. Para Richard Dieter, presidente del Centro de In­formación sobre la Pena de Muerte, los corredores de la muerte no se hicieron para que hombres y mujeres vivan allí 10, 15 o 30 años. Aislados 22 horas por día, sin actividad, los condenados sufren «una pena adicional», denuncia Dieter, quien desta­ca que los presos no son los únicos responsables si los procesos se eternizan: en California, un recluso que apela debe esperar primero cuatro años para ver que le asignen un nuevo abogado. En el 2005, la religiosa cató­lica Eileen Reilly acompañó a Michael Ross, un asesino en serie de Connecticut que exi­gió ser ejecutado después de 20 años de apelaciones. «Me dejó venir a condición de no hablar de su decisión, pero en realidad sólo habló de eso. El quería que yo la aprobara. Pero yo no podía, eso me ha­bría convertido en cómplice de lo que estaba haciendo el Estado», dijo.

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