Diario de León

Las últimas horas de vida

En Beichuan, una ciudad de 160.000 habitantes, decenas de miles de sepultados ven como el paso del tiempo, según los médicos militares, acorta sus esperanzas para sobrevivir

Cada hora que pasa resulta más difícil encontrar personas con vida

Cada hora que pasa resulta más difícil encontrar personas con vida

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Antonio Broto - beichuan
León

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La ciudad de Beichuan, de 160.000 habitantes, es ahora una inmensa montaña de ruinas, en la que la tierra tiembla todavía a cada minuto y donde decenas de miles de sepultados tienen, según los médicos militares, las últimas horas de esperanza para salir con vida. «Hoy es el día crucial. El herido que no sea rescatado hoy no sobrevivirá», asegura con pesimismo el doctor Wei, uno de los centenares de militares que trabaja en la ciudad. Beichuan, a unos 50 kilómetros del epicentro del seísmo que el pasado lunes golpeó el suroeste de China, es probablemente la urbe que más víctimas mortales ha sufrido, ya que era la mayor localidad en la zona más castigada. Los helicópteros sobrevuelan la ciudad, llevando ayuda y evacuando a los heridos, porque, entre la desolación, todavía hay esperanza: en un par de horas, se ve cómo los soldados transportan en camilla a seis o siete supervivientes, descalzos y con los ojos vendados. Malheridos, pero vivos después de tres días enterrados. Pero las camillas de enfermos se intercalan, de vez en cuando, con cadáveres envueltos en plástico. Se teme que entre 10.000 y 20.000 personas están sepultadas todavía, según el doctor Wei, y las esperanzas para muchos son escasas. En las escasas calles a las que se puede entrar, entre carteles de los Juegos Olímpicos de Pekín y consignas comunistas del tipo «los funcionarios deben mejorar su cometido», la sensación es de silencio opresor, un silencio que parece indicar que muy pocos de los sepultados siguen con vida. «Mis abuelos están allí. He venido para intentar sacar escombros con mis manos, pues el ejército sólo está trabajando en las ruinas en las que hay alguien gritando. También estoy llamando a gritos a mis abuelos, pero no me responden», cuenta a Efe Hu Xianlong, uno de los que sobrevivió a la inmensa destrucción de Beichuan. Hu salió por su propio pie de las ruinas de su casa, y salvó también a su hijo. Ahora ambos se encuentran refugiados, como muchos otros supervivientes de Beichuan y otras zonas afectadas, en la vecina ciudad de Mianyang, que no quedó tan mal parada por el seísmo. En lo que queda de Beichuan, trabajan sobre todo los soldados del Ejército Popular de Liberación, aunque también se ven muchos voluntarios, entre ellos un grupo de estadounidenses y canadienses que residen en Chengdu (la capital de provincial) y han decidido ir a ayudar a las víctimas. Uno de ellos señala un bulto de ropa entre las ruinas: «Ahí hay alguien todavía», asegura, aunque todavía hay que conseguir que grúas y excavadoras lleguen a la zona para apartar los amasijos de hormigón y vigas. «Todavía no nos dejan. la carretera está imposible», reconoce el conductor de una grúa perteneciente a una empresa de Hunan (a mil kilómetros al este) que ha decidido enviar su maquinaria para ayudar. Recorrer los 70 kilómetros entre Mianyang y Benchuan -a ratos andando, pues la carretera está llena de grandes rocas y agrietada por muchas partes- es entrar progresivamente en una tierra más y más destruida, en la que cientos de personas se han decidido a ayudar como voluntarios, mientras que otros van en busca de sus parientes. A su lado, Niu Yu, un joven de Beichuan que emigró a la ciudad de Chongqing, ha vuelto, tras dos días de viaje, para intentar encontrar a su padre, aunque reconoce que sus esperanzas son muy pocas. Niu asegura que donde estaba su casa ahora hay un gran agujero, y que lo que realmente acabó con su ciudad no fue el terremoto del 12 de mayo, sino la fuerte réplica que se produjo pocas horas después, en la madrugada del martes 13. Alejándose del camino, en dirección contraria a voluntarios y familiares de desaparecidos, se intercalan pequeños grupos de hombres y mujeres de piel cetrina, famélicos y desesperados por algo de agua y comida. «Hemos dejado allí a mi marido, que cuida el dinero porque tememos a los ladrones», explica una mujer de 50 años de una de estas comunidades, que vivía en el ahora desaparecido pueblo de Moyipi. Los soldados les ofrecen algo de agua y fideos instantáneos, que los refugiados comen directamente de la bolsa, a falta de agua hervida y recipientes. Han sobrevivido y al fin han llegado a una zona con equipos de rescate, aunque todavía les queda convencerlos para que vayan a su pueblo remoto a ayudar y reconstruir todo lo que han perdido

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