Diario de León
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Opinión | diego íñiguez

Mientras Berlusconi clama contra las togas rojas que conspiran, dice, contra su Gobierno, media Italia suspira. No de alegría -”difícil viendo la falta de sentido institucional y la inquebrantable fidelidad de sus partidarios-”, sino de alivio. Lo importante no es que vuelva al que parece su estatus natural, el de imputado, escribe Marco Travaglio, que sea posible leerlo en un periódico, que la decisión parezca el primer anuncio del fin del berlusconismo. Lo esencial es la motivación: la ley de inmunidad ad personam es inconstitucional porque el principio de igualdad impide aplicar la ley de manera diferente a ciertos príncipes, a los integrantes de una casta aparte.

Es una gran noticia. Pese a la degradación de los últimos años, ha funcionado la última garantía jurídica, la democracia y la división de poderes aún alientan en Italia. Quizá sea cierto que, como dice su abogado, que parece salido de una novela de Leonardo Sciascia, la sentencia «corta de raíz toda solución» -”se entiende, que asegure la impunidad-” «a la historia jurídica» de su defendido. Tal vez no sea posible, como aducía, gobernar y defenderse a la vez. Pero la consecuencia no es que deban morir los procesos, sino que su cliente tal vez deba pensar en dejar la dirección del Gobierno para asumir la de su defensa.

La vulgaridad de Berlusconi, la eterna corrupción del poder, no son fenómenos sólo italianos. Un científico político se refería a las «desenfadadas democracias del Sur de Europa», que no reaccionan como las protestantes del Norte y admiten en la vida pública a personajes de novela negra o comedia bufa. Quizá porque en su corrupción hay algo sistémico, arraigado en un sentido patrimonial del poder y las instituciones muy anterior al Constitucionalismo, a la idea democrática de que los gobernantes deben perseguir el bien común, no su beneficio, y están sometidos a límites: a la ley, al escrutinio público. Cerca, muy cerca, flota un pegajoso olor a azufre. En su discurso de despedida de la Fiscalía de Milán, el magistrado Borrelli, que hizo mucho por establecer la verdad procesal de Berlusconi, concluyó con una llamada: frente al naufragio de la conciencia cívica y la pérdida del sentido del Derecho -“últimos baluartes de la moral y la democracia- hay que «resistir, resistir, resistir».

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