La tumba de los soldados leoneses desconocidos
Opinión | MARÍA JESÚS G. ARMESTO
Leoneses, la patria está en peligro: Fuera los traidores»
Hoy, como ayer, las palabras del Coronel Luis de Sosa, pronunciadas en una soleada mañana, del día 24 de abril de 1808, nos sirven de acicate para no dejar en el olvido la historia de este Reino que en este año 2010 cumple 1.100 años de existencia y de todos aquellos leoneses que lucharon y dieron su vida por engrandecerlo y liberarlo de la opresión.
Henos aquí, convocados por el deseo y el deber de honrar a nuestros conciudadanos, que entregaron su vida luchando heroicamente contra el invasor francés en la luctuosa jornada del 7 de junio de 1810, hace 200 años, en el emplazamiento de este pequeño Corral que hoy nos alberga y a los que como único homenaje, se les ofreció una humilde lápida conmemorativa en el muro de la antigua casona de los Ruy Gómez, hoy ya derribada. Sirvan estas breves palabras para enaltecer, su acción y para demandar de las autoridades competentes un monumento de más relieve y más acorde con la gesta que realizaron.
Para valorar los acontecimientos hay que conocer la coyuntura en la que se produjeron: En el año 1810 la ciudad de León contaba aproximadamente con unos 8.000 habitantes y se encontraba sujeta al dominio del ejército francés de ocupación, del que había de soportar, además de sus desmanes, unos exhaustivos impuestos. El 6 de abril del año en curso, el general Andoquée Junot, Duque de Abrantes, que comandaba el 8° Cuerpo del ejército francés, con sede en Valladolid, impuso a la provincia de León la contribución de dos millones y medio de reales y el día 10 del mismo mes ordenó variar la disposición administrativa de la provincia: Astorga se convertía en capital al encontrarse allí la Capitanía General y la Prefectura, pasando la ciudad de León a simple Subprefectura.
Con el fin de instalar a las tropas imperiales se había procedido a la confiscación de diversos edificios para su utilización como cuarteles. Los ejemplos más sangrantes de esta ocupación por parte de la soldadesca fueron el Hospital de San Antonio Abad, el Convento de los Descalzos y, sobre todo, la Colegiata de San Isidoro.
Según nos indica Honorato García Luengo, Cronista Oficial de la ciudad, en su monografía histórica sobre «León y su provincia en la Guerra de la Independencia Española», en el Libro de Actas del Ayuntamiento de León, del mes de mayo del fatídico año, se exponen las quejas de los leoneses por la situación de miseria en que se debatía la población, por tanta exacción fiscal, máxime si consideramos que muchos habitantes habían huido de la ciudad y que, por tanto, los que habían permanecido en ella además de con los impuestos tenían que contribuir al mantenimiento de las tropas napoleónicas alojando hasta diez soldados por familia.
(...) Aprovechando una transitoria debilidad de las tropas francesas, el 8° Cuerpo del Ejército de Junot se dirigía hacia Portugal; el Capitán General de Galicia, Nicolás Mahy, ordenó efectuar sendas incursiones en Astorga y León, los días 6 y 7 de junio, respectivamente. En León, el ataque lo dirigió el Coronel Félix Carrera con su regimiento del Rivera y el del 2° de Tiradores de Castilla al mando de Francisco Hevia.
El 7 de junio de 1810, en torno a las cuatro de la madrugada, las fuerzas de Carrera y Hevia intentaron penetrar en la ciudad sigilosamente, ayudados por varios vecinos, a través de diversas puertas de la zona Oeste, próximas al Hospital de San Antonio Abad, entre ellas, la llamada Puerta del Malvar (Arco de Ánimas), para una vez en su interior, permitir el acceso al grueso del destacamento.
Mariano Domínguez Berrueta, Cronista Oficial de la Provincia de León, en su «Guía del Caminante», nos describe la situación : «Entraron en la ciudad, se reunieron a ellos los paisanos más animosos y un aire patriótico oreó las oscuras calles despertando la ciudad a la aurora de una esperanza. Pero, les engañaba el corazón.»
El pueblo de León se sobresaltó al oír las descargas de fusilería, porque los franceses, que estaban sobre aviso, se aprestaron a repeler la agresión. Las tropas que guarnecían la ciudad, pertenecientes a la división del General Clausel, ascendían a más de mil soldados, frente a los doscientos patriotas a los que se sumaron ciudadanos de toda clase y condición, hartos de la situación de opresión y abusos en que se debatía la capital del Viejo Reino y que provistos de las más variadas armas y utensilios intentaron expulsar primero y detener después a los Dragones franceses. Hubo combates en el Hospital de San Antonio y en San Martín, cruentos enfrentamientos en la Plaza Mayor, escaramuzas en Palat del Rey, calles de Platerías y Serranos, hasta llegar por distintos caminos al Corral de San Guisan, a fin de hacer de su recinto el último baluarte de su numantina resistencia, como postrer sacrificio de su aventura patriótica, en la que no se mencionó, en ningún momento, la palabra rendición.
Cercados ya los insurgentes en el Corral por las tropas francesas, la Infantería recibió orden de acordonar todo el barrio de Santa Marina, para que nadie pudiera escapar. Una vez finalizada la maniobra, la Caballería se lanzó al asalto para pasar a cuchillo a los defensores del Corral. Combate terrible el que se libró con sables, con navajas, con fusiles disparados a quemarropa, en encarnizada lucha cuerpo a cuerpo. Las sucesivas cargas de los dragones, vencedores en los campos de batalla de toda Europa, fueron debilitando la resistencia de los sublevados. Dos horas de agonía duró el cruento sacrificio de los patriotas. La escena que se ofreció a los ojos de los invasores, con los cadáveres de los contendientes y los caballos agonizantes, sumergidos en un mar de sangre, parecía extraída de un infierno dantesco.
Relata Cayón Waldaliso que «los vecinos de Santa Marina, aterrorizados, no se atrevieron a enterrar a los muertos españoles, horriblemente destrozados a sablazos o pisoteados por los caballos. Fueron setenta valientes los que sucumbieron en aquella brava pelea sin escapatoria posible. Setenta contra setecientos.
Acabada tamaña carnicería, las tropas napoleónicas llenaron un pozo del lugar con los cadáveres de uno y otro bando. Y como todavía era poco, tuvieron que abrir una zanja, a todo lo largo de la plazoleta, convirtiendo así el típico rincón en un gran cementerio. Allí quedaron todos hundidos entre el barro y la sangre. Y cuando llegó la noche de aquel día, 7 de junio de 1810, solamente una paz: la paz de los muertos. Porque la guerra entre los vivos seguía.
Desde entonces el Corral de San Guisan es un cementerio de patriotas; la verdadera tumba de los soldados leoneses desconocidos.»
A mediados del pasado siglo, por causa de diversas obras de alcantarillado, se procedió a la remoción del subsuelo del Corral y los operarios se encontraron con un macabro hallazgo: todo el terreno era un gran osario en donde aparecerían sin orden ni concierto numerosas osamentas humanas. El párroco de Santa Marina, D. Pedro Ordás, rezó un responso y se cubrieron respetuosamente los restos, del ya convertido en camposanto por toda la eternidad.
Aquí y ahora, emplazamos a los presentes para efectuar una invocación a los ausentes, a aquellos cuyos cuerpos estamos hollando con nuestros pies. Sus espíritus nos acompañan. ¿No oís el fragor de la batalla?, ¿No escucháis los gritos de los heridos, el entrechocar de los sables y las navajas, las detonaciones de las armas de fuego?...y después...el silencio... la oscuridad... la muerte...ninguno sobrevivió...
Como homenaje a ellos que dieron su vida por la independencia y por la libertad, recordemos que la libertad no se concede, se conquista, y que nuestro futuro dependerá de lo que construyamos en nuestro presente y según nuestros aciertos o errores, así seremos juzgados ante el tribunal de la Historia. ¡Viva León!
*Manifiesto de San Guisán.