3 de febrero de 1961
El cauce del Bernesga
?Eaturaleza y urbanismo frente a frente. Umbral escribe sobre las obras de encauzamiento del Bernesga. Y de febrero y sus cigüeñas, y de las disputas vecinales en el mundo rural
A nuestro perillán Bernesga le van a poner un muro. Filo de agua, «aprendiz de río», como le hubiera llamado el clásico, no hay peligro de que se desborde y nos desborde. La razón del muro es muy otra. Pero como él no entiende de urbanismo, pensará, enfatuado, que le tenemos miedo, que él es mucho río y que si no fuera por el muro... El gran señor irónico, don Francisco de Quevedo, investigador de hombres y de ríos, contemplaría en tiempos, desde San Marcos, a nuestro Bernesga, y quién sabe las cosas que tendría que escucharle el buen afluente al clásico malhumorado. Aunque el Bernesga no parece hacer mucho caso de los clásicos. Por ejemplo, aquello de «los ríos que van a dar en la mar», se diría que no va con él. Su corriente suele desvariar y demorarse distraídamente, sin gran prisa por llegar al mar ni por llegar a ninguna parte. Qué manera de dejarle mal a Jorge Manrique. Claro que seguramente los ríos no saben geografía, como las flores no saben horticultura. Y por supuesto, no han leído a los clásicos.
El río, ya digo, no entiende de urbanismo, y eso del muro la hará sentirse importante, agresivo, peligroso. Le hará soñar con crecidas invernales y se irá curso adelante contando que le tenemos miedo. Dejémosle con sus sueños de grandeza. Es buen acuerdo el de construir el muro, y si de paso el Bernesga se siente así más importante, allá él con sus sueños amazónicos y disparatados.
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San Blas y la cigüeña tienen una cita en el refranero. La cigüeña llega todos los años a la ciudad y hace su nido lo más alto que puede, porque es toda ella de alcurnia y vanidad. La encanta salir en las gacetillas de prensa y que una nota de sociedad deje constancia puntual de su partida y su regreso. Luego, se va a otros lugares crotorando de lo que aquí se la considera y de lo bien que se la trata. La cigüeña pertenece al aterido y soleado mundo de febrero, a una literatura samainiana de aldeanos sabios, animales parlanchines y letrillas con moralejas. Sin haber entrado nunca en la heráldica, que yo sepa, no deja de ser un animal emblemático, zancudamente aristocrático. Hace su nido canastero dándose muy buena maña y elige para ello, a ser posible, las torres ilustres de cada ciudad.
Yo diría, incluso, que va y viene, emigra y viaja, sólo porque se ocupen de ella los periódicos.
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En el pueblo leonés de Llamazares, un vecino le ha matado el perro a otro para vengar no se sabe que agravios. Esto de matarle el perro al vecino es algo que nos deja perplejos y pensativos. No es lo mismo —por razones obvias— matarle a uno el perro que matarle el gato, por ejemplo. En un gato es difícil poner el sentimiento, porque él lo rechaza. Por otra parte, si al vecino le matan su mula o su vaca, le han hecho un perjuicio económico y quizás nada más. Pero esto de ir contra el perro del vecino es ir a lo vivo, al sentimiento, a donde más duele. Sabemos toda la amistad, toda la felicidad, toda la lealtad que puede haber entre un hombre y un perro. Vengarse en el perro es algo que denuncia en el protagonista de este suceso una muy sutil voluntad de venganza. Por un perro que mató, su conciencia le llamará siempre mataperros.