El filo de la navaja del puente de los Maristas
El derribo de la estructura acaba con la costumbre que suma casi un siglo de usar las piedras de sílice del pretil para afilar.
El reloj de arena de Feve suda en el pretil del puente de los Maristas. Grano a grano de sílice limado con el paso de las navajas que desde hace más de 90 años han afilado su hoja en las piedras que hacen de balconada a la estación de Matallana. La terraza en la que ha quedado grabado el filo de la historia de la ciudad, acompasada por el traqueteo de la vía estrecha que trajo al Hullero por primera vez a León el 31 de mayo de 1923. La tradición que aprendieron los hijos de sus padres, que antes habían visto al abuelo, sacar la cheirina, asentarla bien sobre el canto sobado, mojarla un poquitinín con la saliva y pasarla despacio pero de manera concienzuda hasta que quedaba como dama de barbero. La costumbre que se perderá cuando, abierto mañana el nuevo viaducto que comunicará Álvaro López Núñez con Ramón y Cajal, avancen las máquinas para tirar abajo la estructura de ladrillo viejo «rematada por una maciza albarda de piedrona silicera», como la describe Pedro Trapiello.
Un rapaz más de los que acumula «ahorcados una buena ristra de recuerdos» bajo ese puente que, «como memoria de un León muerto, tiene un sinfín de historias que le pasaron por debajo». Muescas grabadas en la piedra como los que le despiertan a Ángel González al tocar las piedras del pretil con la yema de los dedos. Ese tacto que aprendió cuando era «un chavalín de poco más de 7 ó 8 años» que «dentro de poco» va a «cumplir 60». «Yo nací en La Palomera y lo recuerdo de toda la vida. Mi padre siempre la afiló ahí. Yo venía con él y nos poníamos con las navajas, al lado de las filas de gente que había», rememora como si todavía tuviera delante la estampa de la paisanada que hacía filo en la baranda.
Militares que bajaban desde el cuartel de Almansa para darle brillo de esmeril a la faca, labriegos y ganaderos que domaban la navaja al bajarse del tren que metía la montaña en la ciudad, ociosos que acodados de miranda, mientras la rapacería, cuando oía silbar al tren, metía la cabeza por los huecos que dejan los ladrillos del puente. «Nos asomábamos porque decían que si aspirabas el humo de las locomotoras se curaban los catarros para todo el año», concede Ángel González, divertido con el recuerdo de que «al final lo único que se conseguía era la cara tiznada de hollín y la bronca de la madre». Riñas para espantas a los chavales, que no se asustaban ni con las falsas advertencias de quien les aconsejaban que no se acercaran que ahí echaban ácido.
Ahora «ya no se ven muchos, pero antes lo raro era pasar por ahí y no encontrarse uno o dos con la navajina», relata Leoncio Marcos. «A cualquier hora del día», apostilla Raúl Cantón. «Había filas y filas. Yo vivo aquí al lado desde los años 50 y lo recuerdo como si fuera ayer», refrenda Pilar Cuevas al pasar por el puente, que siempre ha sido grada de comentarios como los que florecían «cuando dejaba de llover». «Como se afila mejor cuando la piedra está mojada, venían más. Había incluso gente que iba con trapos que empañaba en el caño del Arco de la Cárcel y los escurría para después afilar», rescata Ángel González.
El relato lo hace práctica José María Fernández, que lleva «más de 50 años viendo cómo se afilan las navajas», desde que «de niño pasaba para ir a las escuelas de Dámaso Merino y luego a los Maristas». «Venía gente con los cuchillos de casa, pero lo normal era que sacaran la navaja y se pusieran a pasar la hoja por la piedra», explica, al tiempo que hace lo propio con la cheirina que acaba de sacar del bolso, bien cuidada, fino el filo, como atestigua después de acariciar la palma de la mano con una pasada.
Una herramienta como la que luce Demetrio Fernández, que acumula en su casa «más de 400 porracos» tallados a navaja. «A mí me regaló esta con la cabeza de un perro», muestra Gregorio Luengo, profesor retirado que vive en los Maristas desde los años ochenta, cuando «no faltaba un día en el que se viera a alguno ahí». «Yo la asiento bien sobre la piedra, echo un poquitín de saliva si no está mojada y la voy pasando con cuidado. Va desprendiendo esa arenilla que se adhiere al filo y que hace que se afile mejor», describe afanado en la labor de que la faca quede reluciente. «Mañana por si acaso vuelvo a afilarla. Somos los últimos de Filipinas», ironiza.
Habrá ocasión más adelante. El Ayuntamiento, confirma la concejala de Urbanismo y Medio Ambiente, Belén Martín-Granizo, ya ha ordenado que «se desmonten antes de tirar el puente y se recojan para conservarlas». «Luego las colocaremos de manera simbólica en un lugar cercano al uso ferroviario, como nos sugirió un ciudadano hace dos semanas. Se puede incluso abrir un debate para decidir dónde. Puede ser en el parque de San Mamés, en Juan de Austria o incluso en el nuevo parque que se hará en la zona de la estación», plantea.
Un espacio en el que las piedras rescaten la historia del puente de los Maristas. El filo de una ciudad a la que se han ácido los leoneses para ver pasar el último siglo.