Diario de León
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León es un pozo infinito de historias entrelazadas, especialmente referidas al tiempo de verano. Unos meses en los que corre la sangre de la vida y en los que, antes como ahora, hay mucho que enseñar. Allá a comienzos del pasado siglo, el río Bernesga a su paso por la capital estaba considerado «la playa de León». A lo largo de sus orillas se reunía todo un enjambre de lavanderas, mirones, pescadores y bañistas que se lanzaban a las refrescantes aguas en traje de Adán. Es decir, en pelota picada. No es extraño que las clases biempensantes pusieran el grito en el cielo ante tamañas viñetas de indecencia pública. Cuentan los periódicos correspondientes al mes de julio de 1907 que pasaron unos viajeros por el puente de la estación a eso de las cuatro de la tarde, escandalizándose a causa de un espectáculo que no se correspondía con lo esperado de una población culta como la leonesa.

Más pudorosos en sus atavíos eran los soldados del Regimiento de Infantería de León, instalados en el vetusto cuartel del Cid, a quienes se llevaba cada semana al Bernesga para lavarse y asearse en condiciones. Igual, por cierto, que ocurría con los seminaristas, quienes acudían cada jueves al río en solemne y compuesta procesión. Desgraciadamente, no ocurría lo mismo con el célebre Tito Negro, miembro destacado de aquella partida de vagabundos y maleantes capaces de convertir la caridad en industria. Cuando se dejaba caer por León, coincidiendo más o menos con los primeros calores, la musa popular se disponía a recibirle a lo grande:

Todos los perros y perras

de nuestra capital

le hicieron, al verle,

los correspondientes honores.

Tan insigne personaje

no hizo caso del ladrar

y entró, triunfante y altivo,

en la ciudad de Guzmán.

Una vez al año, llegado el verano, la autoridad local ordenaba lavar a este elemento que sin duda debía su apodo al color que adoptaba después de todo un año sin disfrutar de las virtudes higiénicas del agua. Cumplían la orden cuatro agentes que, más bien a la fuerza y entre lamentos y maldiciones, le arrastraban hasta el Bernesga para obsequiar al rufián con su baño de temporada, contingencia que atraía a buen número de espectadores. Allí le desnudaban y, utilizando arena del río mezclada con jabón de manteca, le restregaban con un cepillo de crin. Una vez terminada tan fatigosa tarea, vestían a Tito Negro con ropa limpia de segunda mano que donaba la caridad.

LA SEBINA

Cada pueblo tiene sus propios cuentos, consagrados en este caso a las antiguas costumbres veraniegas. Al parecer, para dorarse bajo los rayos del astro rey no hacía falta acudir a la vera del Bernesga o al aledaño Paseo de la Condesa, escenario de todo tipo de celebraciones populares. Cuentan que existía una finca en la calle de la Serna donde hubo una especie de «casa de baños de sol». La gente se tumbaba en unas hamacas que proporcionaba el dueño de esta suerte de balneario, pero, eso sí, casi complemente vestida. La única prenda que se quitaban era el sombrero, que dejaban en una silla justo al lado. Al terminar la sesión se recomendaba frotarse con un paño blanco, aunque advirtiendo que no resultaba aconsejable empaparlo en agua.

No obstante, y muy poco a poco, el uso terapéutico y recreativo del líquido elemento comenzaba a valorarse en determinados domicilios leoneses. Los precursores de los hace tiempo desaparecidos Almacenes Pallarés lograron redondear su fortuna gracias al alquiler de bañeras de cinc, que llevaban a casa de sus clientes. Estos solicitaban dicho servicio en dos casos. En primer lugar, por prescripción médica. El hipotético enfermo, sintiéndose mal, solicitaba la presencia del doctor. El émulo de Hipócrates en principio le auscultaba, le observaba con ojo clínico, le daba la vuelta, pero no veía nada sospechoso. Entonces, dudoso, se atrevía a exclamar: «¡Levántese la ropa!». Y bueno, una vez visto el crudo panorama, recetaba al enfermo una toma de baños durante una semana, por lo menos. Y en segundo lugar, bien porque el afectado sentía la imperiosa necesidad de quitarse la sebina acumulada durante largos meses, o porque tenía que acudir a cualquier acto social de los que se prodigaban en aquella sociedad de bombos mutuos: una boda, el baile anual en el Casino o el Recreo, la «puesta de largo», la petición de mano de la niña o el entierro de algún conocido. Todo un museo de vida antigua, en definitiva.

javier tomé

pepe muñiz

leonalsol@diariodeleon.es

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