Niños que no se asustan de las agujas
La diabetes exige a los menores un control antes de que aprendan a leer.
A Carla Pérez la enseñaron en el hospital a pincharse la insulina cuando tenía seis años, un hábito que sigue cuatro o cinco veces al día. Su padre, Fernando, dice que su hija, que ahora tiene once años, «es muy responsable», una cualidad que se imponen todos los niños y niñas a los que la diabetes tipo 1 les sorprende de forma repentina, sin avisar, en plena infancia, cuando todavía su cerebro no está preparado para aprender a leer. Están habituados a las agujas y sus vidas son un ejercicio de disciplina de comidas saludables y un control minucioso de la glucosa en la sangre. «Yo lo llevo bien», dice Carla, «me pincho sola». Y lo hace delante de sus amigos del colegio. «Me da igual que me vean. Me pincho delante de otros niños. En la Asunción hay otro niño con diabetes y nos ayudamos los dos».
Aunque la sed insaciable es el síntoma que más sospechas levanta, la enfermedad no siempre se manifiesta así. Carla empezó con un fuerte dolor de barriga. Sus padres la llevaron al hospital y allí, con un simple análisis de sangre, vieron lo que pasaba.
Y lo que pasaba era que su páncreas no podía producir suficiente insulina, una alteración que los médicos no saben aún por qué se produce, pero que se caracteriza por la presencia de elevadas concentraciones de glucosa en sangre (hiperglucemia) por una alteración de la acción de la insulina que sirve para la captación de glucosa por los tejidos, que la utilizan como combustible. Por eso, otro de los síntomas de los enfermos, es el cansancio. La Asociación de Diabéticos de León, dirigida por la enfermera Arancha Paniagua, instruye en el manejo de su enfermedad a cuarenta niños y niñas de León, seis de Benavente y dos de Ponferrada. Organiza talleres educativos impartidos por los pediatras del Hospital Juan Pablo Martínez Badás y Laura Reguera, unas charlas a las que asisten también las familias. Todos los años, el colegio Maristas San José cede las dependencias del colegio para organizar una convivencia familia de niños y jóvenes. «Quiero que los niños diabéticos vean que hay otros niños de su edad que tienen el mismo problema y que tienen una vida normalizada, para que no se sientan discriminados», asegura Arancha Paniagua. Es el caso de Alejandro Pérez, que es diabético desde hace tres meses.
La adaptación
Alejandro tiene nueve años y a su madre, Ana María Natal, le llamó la atención que bebiera tanta agua. «Estamos adaptándonos. Se pincha insulina una vez al día. Estamos en la fase que llaman de ‘luna de miel’ pero ya nos han advertido que pasará».
Pero en lo que más incide la enfermera todos los veranos es en la organización de campamentos especiales para los menores con actividades deportivas, siempre acompañados por ella, enfermera y educadora en diabetes. Pero muchas familias tienen miedo. El descontrol de la enfermedad puede provocar la muerte.
«No la mando a campamentos», dice Ana Pascua, madre de Alba Morán, de 10 años. Los padres siguen levantándose varias veces todas las noches para controlar la glucosa en la sangre de su hija. «Ella es feliz como una perdiz», dice su madre. A Alba le detectaron la enfermedad el Día Mundial de la Diabetes en 2012. «Empezó con laringitis y comía y bebía mucha agua, pero adelgazaba». Ahora come de todo, aunque tiene que pesar y controlar los azúcares y los hidratos de carbono. Aprende, sí o sí, a llevar una dieta sana y equilibrada. «Se mide la insulina en la sangre, luego aplica una regla de tres y sabe cuánta insulina tiene que inyectarse». El deporte le ayuda a controlar la enfermedad.
Olga García es ya una experta. Tiene once años y le diagnosticaron la diabetes con cinco. «Se mide la glucosa siete veces al día antes y después de comer», dice su madre, Eva Casado. «Los dos primeros años yo iba varias veces al colegio para medirle la glucosa. Disfruta de los campamentos de verano con Paniagua, pero su familia no confía aún en nadie más. «No sale a dormir ni con amigas ni con familiares».
Diana Mansilla tiene diez años y es diabética desde los cinco. «Ella a veces se cansa de tantos controles y dice que no le apetece pincharse. Tengo miedo de lo que pueda pasar en la adolescencia», dice su madre, Katia Marquez.