Atrapados en el bucle de la desesperación
■ Cientos de familias leonesas subsisten al límite sin poder escapar de la trampa de los ‘trabajos zombis’
■ Trabajan, pero no cobran. O ya ni trabajan, pero siguen atados a sus empresas. Acumulan meses de impagos y o no pueden acceder a las prestaciones a las que les dan derecho sus años cotizados o las han agotado. Están en el limbo laboral de los concursos y los ERE. No cuentan en las estadísticas, pero los bancos y Hacienda no les olvidan. Advierten de las consecuencias de la desesperación cuando de repente el suelo se abre bajo sus pies. «Puede pasarle a cualquiera»
«Le escribí a Rajoy en el Facebook: ‘Llevo siete meses sin cobrar. ¿Qué hago?’ Al día siguiente volví ‘¿Qué hago? Así durante una semana. No tuve ninguna respuesta». También tuiteó al Papa. ¿Qué hago? «Tampoco me respondió». Llamó a los servicios de emergencia social de la Junta. «Tengo un contrato, no pueden ayudarme». Acudió al banco que durante más de 25 años ha cobrado sus recibos religiosamente. «Me ofrecieron un crédito de 3.000 euros para salir del paso. Al 7% de interés. Ahora pago 80 euros más al mes, y he tenido que hacerme un seguro. Esto es una bola que va creciendo...»
Aunque delante del niño (de siete años) no hablan del tema, el pequeño oye conversaciones en la calle, en el colegio,... «Un día vino con la hucha y el dinero que le había dado la abuela. Me lo dio: ‘¿Vamos a ser pobres?’ Eso ni tocarlo. Al niño no. No quiero meterle en esto».
Pero los niños juegan a las manifestaciones. Coge un folio, lo levanta en alto y marcha gritando por el pasillo. ¿Cómo aislarles de la marea de impotencia, rabia y desesperanza que inunda la vida de sus padres, que alcanza a sus abuelos, que afecta también a muchos de sus amigos? «Ellos no tienen la culpa. No han hecho nada malo. Y nosotros tampoco».
«Ahora compro las botellas de leche de una en una. No tengo gasolina. Sólo me preocupa pagar la hipoteca. Que me quiten la casa es lo único que no me deja dormir. Con los gastos al mínimo, me ayuda en lo que puede (que es muy poco) mi familia, los amigos, los vecinos,... Me apaño, pero no quiero abusar. Pero tampoco puedo sacar el orgullo».
«Nunca pensé verme en esta situación. Después de tantos años de pagar el alquiler en la misma casa la dueña me ha dejado todos estos meses, pero claro, al final también quiere cobrar. Y yo he tenido que ir a Cáritas. Nunca lo hubiera imaginado. Fueron muchos años cotizando, pero también han sido muchos de ERE, de retrasos en los cobros,... Es mi familia quien me ayuda con los alimentos, algún recibo urgente,... Pero no puedo cargarles a ellos».
Son miles las historias similares que cuentan demasiadas familias leonesas. No son parados, no están en las listas de riesgo de exclusión social o umbrales de pobreza, no contabilizan como parados que han agotado toda posibilidad de prestación. De hecho están tanto en el limbo laboral como en el estadístico. Los datos sobre afectados por los impagos de las empresas son escasos e inexactos. Los casos de trabajadores atrapados en expedientes de regulación de empleo y concursos de acreedores que no cobran ni de la empresa ni del paro, pero tampoco pueden buscar otro trabajo porque perderían todos los derechos de indemnización y prestaciones adquiridos, se multiplican alarmantemente.
‘Zombis’
Puestos a darle el toque dramático a la trampa, la verborrea económica ha bautizado a esta nueva modalidad de laboral. Son los ‘trabajadores zombis’: trabajan pero no cobran. Siguen atados a las empresas, pero no perciben ningún ingreso. Eso sí, sus gastos mantienen con envidiable vitalidad los exigentes plazos de las entidades financieras y las instituciones. Hipotecas, luz, recibos, declaraciones de Hacienda,... El trámite en sentido contrario tiene un ritmo más relajado: «El IRPF nos ha salido a devolver. Pero no nos lo han pagado. Está ‘en trámite’. No sabemos hasta cuándo». Sus ahogos no son problema que quite el sueño al recaudador tributario.
Este drama al límite de la subsistencia (y la resistencia emocional, que castiga tanto o más que la económica) lo padecen miles de familias. Muchos de forma anónima, porque las pymes que conforman el tejido empresarial leonés no son ajenas al fenómeno. No pocas de ellas son también ‘empresas zombis’. No pueden seguir adelante porque han quebrado, pero no tienen dinero para liquidar a sus trabajadores. Otro grupo más al limbo de la incertidumbre.
Hay casos más llamativos porque su despeñe empresarial arrastra a cientos de trabajadores. Su capacidad de hacerse visibles es también mayor. Ahí están Everest y las empresas mineras, por ejemplo.
Todos estos testimonios son de mujeres y hombres a los que los problemas de los últimos años y la situación de quiebra tanto de la editorial como de la Hullera Vasco Leonesa (aunque hayan llegado ahí por motivos bien distintos) han colocado en situación extrema. No quieren que se publiquen sus nombres ni poner cara al drama. Son conocidos, tienen familia. Y sorprende que repitan una causa más: vergüenza. La mayor parte de ellos han trabajado durante más de dos décadas, y tienen las manos atadas para intentar salir de la situación. Pero sienten un pudor tan injustificado como comprensible por parte de cualquier ciudadano que lleve una vida ‘normal’, y de repente vea el suelo abrirse bajo sus pies. «Nosotros no hemos hecho nada malo...», es el mantra de una de las trabajadoras de Everest.
En la mina la cadena de mentiras e incumplimientos ha llevado al límite de la extenuación las fuerzas de los trabajadores. Aunque, acostumbrados a arañar en las entrañas que no se ven, aseguran al unísono que esto no se ha acabado. Que no van a ceder. Que no hay mejor aliado para vencer el miedo que la desesperación.
Y esta tiñe no sólo a los mineros, sino a los que se aferran a vivir en unas cuencas cada vez más despobladas y abandonadas. El carbón está en la sangre de todos, porque todos, aunque se dediquen a enseñar filosofía, han mamado la minería. «Yo vengo de familia minera. De padre, abuelo,... Pero mi padre no quería la mina para mí. Por eso fui a la Universidad. Estudié Historia. Lo dejé en 4º porque aquello no tenía salida. En cambio en construcción había trabajo si te esforzabas duro, y pagaban bien». En la obra conoció también la cara amarga de los accidentes laborales. «El accidente en la mina es llamativo, pero en la obra caía uno cada día. He visto a mi compañero caer y dejar el brazo ensartado en un hierro, piernas aplastadas,...» Aquello era duro, pero se acabó.
Ni historia ni construcción, acabó en el pozo del que quiso librarle su padre. Entró en una contrata, y con ella en una cadena de expedientes de regulación de empleo, mineros de primera y segunda, sueldos de tercera y cuarta,... «Ya antes de entrar en la mina estaba muy implicado en las movilizaciones de la cuenca». Entonces luchaba con música, hoy mantiene el pulso con la precariedad del destajo intermitente y la apuesta convencida de la solidaridad.
Solidaridad
Ese es un nexo común en los testimonios de cuantos bordean la miseria económica. Sin recursos sí. Avaricia, ninguna. En Everest una precaria caja de resistencia tiembla ante las crecientes necesidades de las familias. «Nosotros no tenemos nada. Pero hay otros que lo pasan peor. Tienen varios niños a su cargo. Y eso es sagrado. El dinero es para ellos».
En la mina la caja de resistencia «parece que ha volado». Pero no la solidaridad. Los actos reivindicativos de los mineros son caros. Y las multas se pagan entre todos. Los que tienen y los que están a dos velas. «Ellos luchan por los intereses de todos. Y tienen el respaldo de todos. Quien no puede pagar hoy, lo hará mañana».
Las multas se pagan a escote, pero la cárcel son palabras mayores. «Los pueblos mineros han sufrido mucho. Han entrado pelotas de goma en los colegios con los niños dentro. Pero en los medios sólo sale cuando llegan los voladores. Llevávamos tres meses de protesta. Luego nos llaman terroristas».
«Hablan de repúblicas bananeras, pero dónde están nuestros derechos. A la vivienda, a mantener a nuestros hijos, a la libertad de expresión». Todos ellos son alimentos básicos para la dignidad del trabajador. «Nos aprietan hasta que recrudecemos las protestas, y entonces nos aplican la ley mordaza. Es igual. Ese tipo de actitud no va a acabar con nosotros. Tenemos que volver».
Dar la cara a pesar de la cabezona indiferencia. «Sólo somos mosquitos que pueden aplastar». En la minería, «miles de familias de la provincia dependen de la soberbia de una sola persona». Al ministro del ramo ni se le nombra, pero no se le apea del dicurso. De él depende una solución que se niega con chulería, y los mineros recitan al dedillo las leyes, órdenes y reales decretos firmados e inclumplidos; lo que debió haber sido y no fue; lo que está pendiente.
Aunque «dentro de la mina hay muchos conflictos». Han sido muchos años de lucha. Y se han dejado no pocos pelos en la gatera. «Las empresas mineras tienen que tener dinero, pero nos utilizan para reivindicar lo que creen que les pertenece. Y nosotros sabemos que estamos en el mismo barco. A ellas las utilizan las eléctricas. Al final el problema siempre lo tiene la clase obrera».
La Hullera Vasco Leonesa liquida estos días la deuda que tenía pendiente con los trabajadores. Pero no se trabaja y ha entrado en concurso. «Han dado dos meses de plazo para desaparecer». La mayoría sigue arañando paro y hucha, pero «más de 30 familias» ya tienen amenazas, sobre todo de desahucio. «Y una cosa es que no comas tú, pero tus hijos... Esta injusticia roza lo criminal».
Agotados
La capacidad de respuesta de los mineros parece flaquear a veces. «La gente está muy agotada. La empresa, el Gobierno, las eléctricas,... Y los sindicatos. Se han firmado algunas cosas a espaldas de los trabajadores. Ya no sabes de quién fiarte. Los sobres no son sólo cosa de Bárcenas. Nos han sorbido la sangre y los sentimientos después de tanta lucha. Pero hay que seguir».
Con un horizonte que amenaza. «Cuando metes a la gente en un bucle de desesperación, haces cosas que no pensabas. Ha habido suicidios. Parejas que se han separado. ¿Qué va a pasar ahora?».
El caso es que nunca sabes de dónde te viene el golpe. «Todos los días trabajaba con en fundador de Everest. Sólo con verle sabía qué le pasaba. Me decía que me quería como a una hija, después de más de 20 años con él, desde antes de cumplir la mayoría de edad. Aún hoy, si le veo, me come a besos». Pero ese cariño no paga la hipoteca. Ni el río de lágrimas derramadas (y aún por derramar) en la enorme familia de la histórica editorial. No la segunda generación de la empresa, sino en entramado de relaciones, amistades y no pocos matrimonios que incubaron las grandes naves en las que entraron tantos chavales. «Íbamos felices a trabajar. Nunca pensé en jubilarme en ningún sitio que no fuera allí».
Ella era una chica para todo feliz de serlo. «Conocía a todo el mundo. Hasta a las ratas del parking». Hoy llora y ríe a intervalos, con la misma vitalidad. «Ya no me acuerdo de cómo era la vida normal». Ha estudiado sin parar. «Tengo el carné de autobús y de camión. Me encantan los camiones. No tengo ataduras. En cuanto pueda, me subo a uno y...». Ha tenido ofertas de empleo, pero no quiere renunciar a más de 20 años de derechos adquiridos, y muchas nóminas pendientes. «Esto es una cadena de desastres. Cómo mirar así al futuro...».
Cuando la trampa atrapa al matrimonio, «tienes por un lado que uno apoya a otro cuando los ánimos decaen, pero también que todos los huevos están puestos en la misma cesta». Saben que no van a volver a la empresa en la que organizaron su vida. «Yo tenía turno de mañana, ella de tarde, y así cuidábamos al niño. Nunca hubo ningún problema para cambiar ningún turno si hacía falta. Pero tampoco fallamos nunca. Cuando teníamos que estar diez horas allí, un bocadillo y tan contentos».
En mi lugar
Ahora todo es diferente. «Nadie sabe de verdad lo que es estar aquí. No puedes ponerte en mi lugar. Nosotros también veíamos a otros trabajadores manifestándose, y decíamos ‘pobres’. Pero no sabes lo que es. Ahora vemos que nos miran igual. Y agradecemos los apoyos. Pero no sabes lo que es la tensión acumulándose. La impotencia. El que te anuncien un ERE en Navidad. La rabia».
Él ha dejado de cortarse el pelo. Desde noviembre. «Hasta que me paguen». ¿Es una promesa? «No, es que no me da la gana. Mi madre dice que no me deja entrar en casa, que parezco un ladrón. Yo le digo que los ladrones llevan el pelo bien cortado, y trajes impecables».
En Everest el complejo entramado societario anuncia un proceso concursal largo. «¿Hasta diciembre? No aguantamos. Tampoco pensamos que podríamos llegar hasta aquí. ¿Qué vamos a hacer? Ir a atracar el banco a cara descubierta. Te vuelves loco. Nunca sabes a dónde puede llevarte la desesperación».
En la montaña rusa de las lágrimas y la fortaleza, una decisión firme. «No vamos a quedarnos en casa llorando». Y cierta sorna desesperada. «Al final todo tiene su lado bueno. Nunca hemos tenido la casa tan limpia. Y, desde luego, el que está más contento con esta situación es el perro. Nunca le habíamos sacado tanto de paseo».