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POSTALES DEL PASADO

Cuando los leoneses se bañaban por provincias

El León recoleto y sentimental del pasado tenía escasa afición por los baños, además de un respeto reverencial hacia el agua y sus peligros médicos.

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León

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Llegado el verano con esos calores que en ocasiones hacían sudar hasta a las estatuas, nuestros abuelos sacaban el cuerpo a pasear, refrescado por el innovador fenómeno de las abluciones corporales que irrumpió por entonces como una auténtica revolución. En ciertos ambientes, la costumbre de bañarse a diario resultaba de lo más sospechosa. Al principio, tímidamente, los galenos aconsejaban llenar de agua un pequeño cuenco del tamaño de una taza de café con leche, mojar en él una esponjita e irla restregando por todo el cuerpo, prestando una atención muy especial a la zona del cuello, lavado que se consideraba más que suficiente. Poco a poco fue desapareciendo el miedo al líquido elemento, puesto que cada vez más médicos recetaban diversas formas de cura de aguas. Decía cierto sanador de la época que «no es raro ver a una persona que a la primera ducha muestra verdadero terror, se escapa y experimenta palpitaciones y un ahogo espantoso».

Resultaba habitual, sin embargo, ver a muchachos de entre diez y quince años bañarse en el Bernesga, bajo el puente de la Estación o a la vera de San Marcos, y también en los pozos de los ríos. Eran los lugares donde el agua, formando una especie de balsa, tenía mayor profundidad. Se solían tirar de cabeza desde lo alto de una roca, poniendo en grave peligro su integridad física. Y como entonces no se conocían los trajes de baño, se sumergían como Dios les trajo al mundo. Otro grave motivo de enfado para sus madres, convencidas de que el baño producía parálisis y eran también principio y origen de la tuberculosis.

Se tenía al jabón por entonces como un artículo de lujo que las campesinas guardaban como oro en paño, pues la noción de lavarse a diario tardaría en incorporarse a los hábitos locales. Un médico higienista que tenía consulta en la calle Ancha comentaba el terrible espanto al agua que tenían en muchos pueblos de la provincia, ya que las buenas gentes estimaban que «nadie debería bañarse por nada en este mundo, si acaso lavarse la cara por las fiestas». Añadiendo que consideraban un crimen bañar a los niños antes de cumplir los doce años.

MARIANOS Y MAROMAS

Los dueños de los acreditados Almacenes Pallarés comenzaron a forjar su fortuna gracias al alquiler de bañeras de cinc, que llevaban a casa de los clientes. Se solían alquilar las bañeras en dos casos. En primer lugar, por prescripción médica referida a la toma de baños durante ocho días. Pero como la ley hace la trampa, el agua solía ser aprovechada por el resto de la familia durante el tiempo que duraba el tratamiento y el alquiler. En segundo lugar, con motivo de algún acontecimiento social de postín, como podía ser la noche de bodas, la puesta de largo de la niña, la petición de mano e incluso un fúnebre entierro.

Costumbre era también llevar semanalmente a la tropa del viejo cuartel del Cid hasta el Bernesga para tomar un baño, al igual que se hacía con los seminaristas, quienes desfilaban los jueves en ordenada procesión hasta su lugar de aseo. No resultaban tan higiénicas las prácticas de cierto trapero que recorría las calles de León hacia 1910 y declaraba a quién quisiera oírle: «cuando hace frío o hiela, duerme uno tan ricamente con el calor de la mula y del estiércol, que da gloria». El cuarto donde dormía era en realidad una cuadra llena de telarañas, pues, decía, las telarañas tamizan el aire y acaban con los bicharracos que producen las enfermedades.

Nos acercamos con la imaginación a la calle La Serna, hasta la finca en la que estaba instalada una casa de baños de sol. La gente se tendía vestida en las hamacas, quitándose únicamente el sombrero. Y cuando el cuerpo ya estaba bien sudado, se aconsejaba al cliente frotarse con un paño blanco, pero advirtiéndole que no era bueno empaparlo con agua. Los leoneses más pudientes preferían tomar el sol en la playa de San Lorenzo, en Gijón. El primer paso consistía en despojarse de los «marianos», una prenda de felpa ajustada al cuerpo que se ponía a comienzos del invierno y no se quitaba hasta el verano. Una vez libres de aquella segunda piel, se metían en el Cantábrico bien agarrados a la maroma. Porque, ya se sabe, el agua es muy traidora.

Javier Tomé-Pepe Muñiz

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