cuentos de agosto
La náusea del mar
Cinco cuentos ya publicadas y un micorrelato inédito componen esta serie. Escritos por Carlos Fidalgo y dibujados por Juan José Albares aparecen en ‘León al Sol’ los domingos del mes más largo del verano.. EL NAUFRAGIO DEL SERPENT.. Ocurrió el 10 de noviembre de 1890, una noche de fuerte marejada frente a la Costa de la Muerte. El crucero de la Royal Navy ‘HMS Serpent’ naufragó frente a Punta do Boi. Sólo tres de los 175 tripulantes sobrevivieron. Los demás murieron ahogados o despedazados contra las rocas y sus restos aparecieron en la playa de la Ensenada del Trece..
Una ola me arrancó de las jarcias y pensé que en aquel momento se terminaba mi vida.
«La muerte tiene forma de remolino», me dije. Pero el mar me arrojó otra vez contra la cubierta del barco y mientras mis compañeros hacían lo imposible por sujetarse a los mástiles, aproveché la segunda oportunidad que me ofrecía la tormenta y me liberé de todo aquello que pudiera molestarme para nadar. En cubierta, dejé las botas y el chubasquero y cuando el océano me reclamó de nuevo con otra embestida sólo vestía un jersey y un chaleco salvavidas.??
El oleaje me empujó contra las rocas donde habíamos encallado y de verdad pensé que en aquel momento se terminaba mi vida. Noté un intenso dolor en la pierna derecha, imaginé que me sería imposible nadar y traté de recordar alguna oración para entregarle mi alma al Señor de una forma más piadosa. Pero el mar no se atrevía a tragarme, me golpeó contra las piedras, llevó mi cuerpo en volandas y me dejó magullado sobre una ensenada.
La arena húmeda me abrasaba los ojos, la sal me corrompía la boca, las rocas me habían machacado toda la musculatura y después de arrastrarme con torpeza lejos del agua, me puse en pie en el interior de la playa. Mareado, hice un esfuerzo para caminar entre los cadáveres de mis compañeros, sacudidos por la tempestad, desmembrados y desperdigados por toda la costa como manzanas caídas de un árbol, hasta que la pierna me dijo basta y el dolor se hizo tan intenso que pensé que me desmayaría.
Así me encontró el marinero Burton, recostado contra una roca, vomitando agua del mar y con el chaleco salvavidas puesto, mientras las olas alborotaban la Ensenada del Trece, después supe su nombre, con los restos de nuestro naufragio.
«¿Estás entero, Luxton?», me preguntó.
Pero no tenía fuerzas para responderle.
Burton me ayudó a levantar la espalda de la roca y deambulamos por la playa, apoyados el uno en el otro, hasta que dimos con una cabaña de piedra en la oscuridad. Un hombre, una mujer y dos niñas, nos abrieron la puerta, asustados, y no hizo falta que les dijéramos nada para que entendieran lo que nos había pasado. El hombre nos dio algo de comer y después nos guió hasta la casa de un sacerdote, no demasiado lejos de la ensenada. Y en la vivienda de aquel hombre de Dios, cobijados de la lluvia, encontré las palabras para preguntarle por el lugar donde habíamos naufragado en una noche tan nefasta.
«En la Costa de la Muerte», nos respondió en inglés, dejándonos sobrecogidos.
«¿Quiénes son ustedes?», preguntó él.
Y antes de que Burton le respondiera que éramos dos marineros del ‘Serpent’, y que habíamos zarpado dos días antes del puerto de Plymouth, recordé los cuerpos de nuestros compañeros mutilados por las rocas, abrí la boca para hablar, y le dije a aquel cura que sólo éramos un poco de espuma.