POSTALES DEL PASADO
Potingues y afeites, el eterno femenino
La mujer, dulce y eterno veneno, debe mucho a las aplicaciones cosméticas que, desde tiempo inmemorial, ayudan a realzar sus muchos encantos naturales..
Allá a principios del siglo XX, la moda de la palidez en las mujeres del romanticismo fue dando paso con el tiempo a rostros curtidos por los rayos siempre vanidosos del sol. Rebuscando entre papeles amarillentos y caducos debido a la devastadora acción del tiempo, hemos encontrado un puñado de viejos almanaques, calendarios, periódicos y folletos publicitarios que repartían las antiguas boticas y droguerías leonesas. Y así descubrimos los «potingues» y los llamados por los moralistas «afeites de impostura» que utilizaban nuestras abuelas y bisabuelas. En decir, los secretos ocultos e íntimos que la mujer guardaba en un mueblecito denominado «tocador».
La cosmetología ha experimentado en los últimos tiempos notables avances. Ya no se ofrecen a las señoras los afeites disimuladores de defectos ni las leches virginales del pasado. O remedios como los que utilizaban algunas reinas leonesas imitando a la emperatriz Popea, que en sus viajes iba acompañada por las quinientas burras que proporcionaban la leche para su baño diario. El deseo de estar bella y estupenda es consustancial a la mujer. Cuando una niña trepa al tocador de su mamá y se embadurna de rojo las mejillas, obedece a un instinto primario: el violento deseo de estar guapa. Las mujeres, en fin, siempre han luchado y sufrido para perfeccionar su rostro y su cuerpo.
En muchas de las excavaciones efectuadas en castros y tumbas primitivas de nuestra provincia, ya sean de época romana o medieval, e incluso de culturas anteriores, se han encontrado colecciones completas de objetos de tocador: peines de bronce, espejos, navajas, rizadores, tarros de pomada y cajas para ungüentos, cepillos para las pestañas, espátulas y hasta piedras pómez. En un curioso estudio sobre la vida cotidiana en Lancia, se destaca que las féminas cuidaban especialmente sus ojos recargados de negro, los párpados sombreados de verde y las cejas depiladas y dibujadas con carboncillo. En cuanto a las esposas de los soldados romanos de la Legio VII, para agradar a sus maridos se blanqueaban el rostro con carbonato de plomo, se ennegrecían las cejas con hollín y se coloreaban las mejillas mediante un carmín compuesto de algas de río, cerezas y moras.
HECHICERÍAS Y OTRAS FECHORÍAS
Por lo que se conoce, el uso de afeites declinó durante la Edad Media. En el Libro «León, una ciudad de hace mil años», escrito por Sánchez Albornoz, se afirma que las bellas leonesas seguían la moda de la época de los trovadores. Buscaban la palidez de la pureza y aparecían sin pintar pero muy empolvadas, con las cinturas delgadas igual que varas. Sin embargo, las señoras de alcurnia se doraban los senos, utilizaban cejas postizas, se pintaban venas azules sobre sus blancas frentes y se aplicaban lunares.
Ya entrado el siglo XII, las damas de la nobleza local llevaban pelucas de crines de caballo confeccionadas en todos los colores, alcanzando el peinado una altura desmesurada. Tan intrincado era, que el cabello solo podía ser peinado y lavado cada tres meses. Por las noches se cubrían cuidadosamente la cabeza con bolsas y, al parecer, la víspera de un baile solían dormir sentadas. También por esta época comenzó la antihigiénica moda de empolvarse, pernicioso invento surgido en un convento de monjas.
El caso es que debido a tanto colorete, tanta mascarilla y tanta simulación, hubieron de dictarse algunas pragmáticas que pretendían evitar el fraude matrimonial. Así se decretaba en una de ellas: «Todas las mujeres de cualquier edad, rango, profesión, sean doncellas, viudas o solteras, que obliguen, seduzcan y lleven arteramente al matrimonio a cualquiera de los súbditos por medio del empleo de perfumes, pinturas, afeites, dientes artificiales, cabello postizo, colorete, corsés de hierro, miriñaque, tacones altos, incurrirán en la pena de la vigente ley contra la hechicería y parecidas fechorías, y el matrimonio, después de la condena, quedará anulado». Y es que ya lo dijo Oscar Wilde, el cínico por antonomasia: solo existen dos clases de mujeres: las feas y las pintadas.
javier tomé