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POSTALES DEL PASADO

Las ferias y fiestas de antaño

Con buenas maneras y al más elegante estilo, el León de antaño se endomingaba y lucía su mejor sonrisa en el abanico de jolgorios veraniegos.

colección pepe muñiz

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León

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Cuando la luna grande y redonda de finales de junio proyectaba su macilenta luz sobre la ciudad, llegaba el momento para el estallido multicolor que es compañero inevitable en las ferias de San Juan y San Pedro. No siempre fue así, pues la principal de las fiestas locales siempre estuvo ligada a los rituales en honor a San Froilán, allá a comienzos de octubre. Si existen las de San Juan es gracias a las ferias de ganado que en otros tiempos reunían a varios miles de reses de ganado caballar, vacuno y mular. Las ferias de verano siempre tuvieron gran éxito de público, pues se empezaba a recolectar y el ganado era necesario para los trabajos de campo, especialmente para la trilla que duraba varios días. Y también para el transporte de la cosecha, que solía hacerse en carros tirados por vacas o mulas.

A las ferias de San Juan llegaba desde distintos lugares de la provincia. Las gentes de la ribera del Porma y del Esla venían en caravanas a León, empleando para ello unos cuantos días, y otros tanto para el regreso, cuando no se vendía la totalidad del ganado. Tantos en las ferias del verano, como en las de San Froilán y la de todos los Santos, los prados que circundaban la ciudad servían para cobijar a las reses que no encontraban acomodo en las cuadras de la carretera de los Cubos, en la Serna, en Santa Ana y en otros lugares de las afueras. El camino real que venía desde lo altos del Portillo y de toda la Sobarriba, y los caminos del Curueño y del Porma se convertían en verdaderos ríos de seres humanos y de animales que descendían de las montañas, configurando una estampa tan simpática como bucólica.

El mercado de la lana y de los aperos labranza se instalaba en la eterna plaza de San Marcelo, a rebosar de labradores de maneras rudas cuyos rostros curtidos por el sol y los fríos invernales procuraba un aire primitivo al feliz evento. Llegaban acompañados de sus mujeres e hijas, con sus pañoletas negras o blancas. Cuando la venta de lana llegaba a su ocaso, a la caída de la tarde, se organizaba espontáneamente un baile de pandereta y dulzaina en el que se mezclaba el aldeano y el artesano; el señorito con la guapa del barrio; el soldado con la chica de servir, liberada de sus tareas domésticas hasta las ocho de la tarde por ser fechas tan señaladas en el calendario emocional de lo leonés.

CIRCO Y TOROS

El ferial se prolongaba desde la calle Ruiz de Salazar, amparada por la muralla romana, hasta Ramón y Cajal, festoneada entonces de soportales. En definitiva, aquel recinto de juerga y esparcimiento ocupaba todo el espacio donde luego se construyó el Instituto Politécnico, víctima de la piqueta como otros muchos vestigios monumentales del pasado. Los alrededores del ferial estaban sembrados de cantinas, posadas, churrerías y, coronando un lugar de privilegio, el mesón del Pico en la plaza de Santo Domingo, parada y fonda obligatoria para los arrieros. Luego, el mercado se trasladó a la plaza del Espolón, después a la Corredera, más tarde a los terrenos del Parque, y otra vez a la Corredera, y desde aquí a La Chantría.

Con todo este jolgorio, la calle de Ordoño II, elegante boulevard que entonces apenas era el paseo de las Negrillas, se transformaba en ámbito de expansión hasta la glorieta de Guzmán. La fiesta se extendía a Papalaguinda, donde se encontraba el kiosco de música trasladado posteriormente al paseo de la Condesa, donde aún pervive. En el templete de formas orientales daba conciertos la banda de música del Regimiento de Burgos, reforzada en ocasiones señaladas por la del Hospicio. Allí mismo, señoritas de buen ver paseaban solas o en grupo, bajo la vigilante mirada de sus enamorados de turno y también de las carabinas o de sus atentas madres, siempre pendientes del recato de la niña.

En la plaza del Conde Luna, cuando aún no se había construido el mercado cubierto, se instalaban los circos, mientras que en la plaza de San Marcelo tenían lugar concursos de jotas y bailes populares, además de sesiones de cine mudo en ajados barracones. El programa festivo se completaba con las corridas de toros celebradas en plazas improvisadas en Padre Isla o las Ventas, junto a la fonda de Romaniche. Así hasta que cierto empresario montó un coso de tablas fijas, hacia donde hoy discurre la avenida de Roma. Todo un hito en aquellas fiestas del pasado, caracterizadas por instantáneas llenas de vida y diversión.

javier tomé y pepe muñiz

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