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pasión compartida con el mito

El leonés que quedó en tablas con el Che

El leonés Fernando de la Iglesia recuerda las dos partidas que jugó con el Che en Cuba, cuando se cumplen los 50 años de su captura y ejecución clandestina en Bolivia. Emigrante en México en los años 50, se alistó en las milicias cubanas y participó en las campañas de alfabetización de la revolución cubana

Fernando de la Iglesia compartía pasión con el Che, el ajedrez. Colecciona juegos de los países más remotos del planeta. JESÚS F. SALVADORES

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León

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ana gaitero | león

En Cuba conoció al mítico comandante Che Guevara, en la República Democrática Alemana (RDA) fue fichado por Enrique Líster para el Consejo Mundial de la Paz y en la República Federal de Alemania fundó una empresa de traducción.

Después de dar vueltas por el mundo pasa su retiro al lado de Astorga y reparte el tiempo entre la sede de Izquierda Unida, que abre a diario, y el ordenador donde escribe sus memorias. Fernando de la Iglesia Martínez nació en San Román de la Vega el 14 de abril de 1935, cuarto año de la proclamación de la II República. Cuando en 1952 se subió al primer vuelo a México del Santamaría, uno de los aviones de Iberia que Franco bautizó como las tres caravelas de Colón, era tan solo un emigrante pobre que viajaba con un tío rico en busca de mejor fortuna. Sin ideología ni añoranza de aquel tiempo que apenas rozó su infancia.

Se fue sin terminar los estudios en la Pericial de Comercio, aquella escuela que se abrió en la calle Cardenal Landázari para formar contables, y cuando se dio cuenta estaba viviendo en una cómoda pensión de México D. F. y figuraba de socio en las fábricas del acaudalado tío, la Compañía Aceitera Mexicana, la Química y la Beneficiadora de Collol. «Era miembro de un consorcio que dominaba la producción de grasas y aceites vegetales», asegura.

Al cabo de ocho años en el país se dio cuenta de que «sólo era un socio virtual, un socio de paja». Le pidió a su tío algo más que el pequeño sueldo y no se pusieron de acuerdo. «Yo ya era emigrado legal (hasta entonces era dependiente familiar) y le dejé», confiesa. A partir de entonces se dedicó a vender seguros y a vender telas del Nuevo Mundo, por el sureste del país.

Por entonces se relacionaba con los republicanos que deambulaban desde el Café Do Brasil al Café Tupinamba de la calle Bolívar y ya habían horadado un agujero en el centro de sus mesas de tanto porfiar: «Te aseguro que este año cae Franco». «Con ellos aprendí muchas cosas porque en España aparte de ver que un día la Guardia Civil se llevó a mi padre a la iglesia porque estaba trabajando en domingo no había adquirido ninguna conciencia política».

Asistía el maragato a los actos del Ateneo Español en la calle Valderas, nombre con el que el presidente mexicano Lázaro Cárdenas quiso bautizar esta avenida en recuerdo a la masacre fascista que sufrió la villa del Cea, con más de 170 fusilados y paseados. Y allí fue testigo de cómo se invertía en escuelas y en otros proyectos «con las reservas de oro del Banco Nacional de España que se llevó el Gobierno de la República».

Allí se enteró de que Negrín había creado la Junta de Ayuda a los Refugiados y que Indalecio Prieto, cuando le relevó en la presidencia del exilio, invirtió en compañías aseguradoras, industrias de altos hornos, vidrieras, etcétera.

Fernando de la Iglesia aprovechó para matricularse en la universidad y continuar sus estudios de Economía. Y en esto llegó Fidel. El 1 de enero de 1959 triunfó la revolución en Cuba. «Europa no sintió lo que sucedió en las universidades latinoamericanas. Se iban los jóvenes estudiantes en estampida a sumarse a las campañas de alfabetización». Y el de San Román de la Vega se embarcó rumbo a La Habana y recaló en tres ranchitos de Matanzas. «A los seis meses ya sabía leer y escribir la población adulta. A los niños no había que alfabetizarlos porque iban a la escuela», matiza.

La mayoría de los estudiantes terminaron su tarea y regresaron a sus países de origen. No fue el caso de Fernando de la Iglesia, que se había integrado en las milicias y como tenía algunos estudios de economía «me ficharon para el Inra, el Instituto Nacional de Reforma Agraria. «Me destinaron al departamento de planificación, en Cuba no había otra cosa porque los cuadros económicos se habían ido a Miami o a Madrid», explica.

Ya en La Habana fue testigo de las arengas que lanzaba Fidel Castro para aprobar el programa revolucionario. «Fidel proponía y el pueblo por aclamación aprobaba». Y así se empezó a hacer la reforma agraria y la reforma urbana. «Los que se fueron a Miami, que llamaban gusanos, perdieron sus propiedades y a los que no se fueron les dejaron una vivienda de por vida y sin derecho a herencia para sus hijos», aclara.

El día que Castro presentó el programa educativo en la plaza de la Revolución, con la estatua de José Martí a sus espaldas, había en la tribuna de invitados un grupo de estudiantes. Entre ellos se encontraba el joven leonés. «Cuando Fidel propone nacionalizar las escuelas, el embajador de Franco en Cuba, Juan Pablo de Lojendio, se levanta, baja hasta el atril, aparta a Fidel y se pone a hablar en nombre de las monjitas y los curitas españoles. Cuando Fidel recupera la palabra dijo que «sus curas marujitas y sus monjas marujonas» tenían 48 horas para abandonar el país», recuerda.

El incidente diplomático acabó con el destacamento embajadoril fuera de Cuba y miles de religiosas y religiosos embarcados en un carguero. «Al día siguiente empezaron a llegar camiones acarreando religiosos y marcharon hacinados en las bodegas», lamenta. Fernando de la Iglesia cree que el embajador cometió una «torpeza» que le costó cara. «Los religiosos se habrían ido, pero menos dramáticamente», sentencia.

Sospecha que el clero repatriado fue «desembarcado por diferentes puertos españoles para no llamar la atención» y siempre ha tenido la duda de por qué en España nadie hablaba de aquel acontecimiento.

Años después, en el hotel Rossia de Moscú, durante una reunión del Consejo Mundial de la Paz, donde De la Iglesia trabajó varios años años, vio a un grupo de religiosos españoles que hablaban de Lojendio. Le habían nombrado prior de una orden religiosa y pensó que el embajador había dejado la vida civil a causa de aquel «episodio silenciado en España». En realidad fue otro Lojendio, Luis María, el que llegaría a ser abad del Valle de los Caídos hasta 1979.

En Cuba, compatibilizó el trabajo en el Instituto de Reforma Agraria con los estudios en la universidad de La Habana. Los sábados, recuerda gráficamente, «llegaba el camión cargado de negritos con tumbadoras, maracas y bongós y me decían: Gaito, trabajo voluntario. Gaito es una de las variantes de Gallego, el nombre común para odos los españoles en Cuba. No había más remedio que «tirarse de la cama y subir al camión», explica. Iban a la cosecha del café, a plantar hierba pangola y a la cosecha de la piña. «Era más lo que estropeábamos que lo que hacíamos», admite. El trabajo voluntario era la excusa para «crear conciencia revolucionaria». En aquella época empezaba la guerra de Vietnam, así que nada más llegar a la finca «hacíamos la descarga: el mitin era el verdadero beneficio del trabajo voluntario», apostilla.

La lluvia era la única que podía suspender aquellas expediciones al campo. Era cuando el Che, Ernesto Che Guevara, comandante del Movimiento 26 de julio y ministro e Industria, animaba la tarde en el patio del ministerio con sus célebres simultáneas de ajedrez. «El Che ganaba casi todas las partidas», recuerda el leonés.

En una ocasión le invitaron a sentarse en un tablero y se convirtió en contrincante del célebre revolucionario. «Mi nerviosismo era enorme. No podía concentrarme. Veía cómo iba acercándose, se paraba frente al tablero y hacía su movimiento. Al cuarto movimiento, el Che me mira, se ríe y se va».

Aquel muchacho deslumbrado tardó varios minutos en darse cuenta de que el Che le había dado «mate pastor». Estaba inmovilizado. «Para mí no fue una derrota, fue un triunfo jugar con el Che», comenta. El clima, que torpedeó de nuevo sus expediciones de trabajo voluntario, le brindó otra partida memorable.

«Esta vez iba decidido a vender caro mi pellejo —escribe en sus memorias— Después de casi dos horas, el Che ya había ganado nueve de los diez tableros. Quedaba yo solo resistiendo y, por tanto, por exceso del tiempo y otro tanto por indulgencia, oigo la oferta: ‘¿Quiere tabla, Gaito?’». El Che le ofrecía tablas y, aunque intentó disimular su contento, enseguida respondió: «Sí, claro».

Pocos años después, en Helsinki, donde estaba la sede del Consejo Mundial de la Paz, recordaría la partida. El 9 de octubre de 1967 el médico, político, militar, escritor y periodista argentino, el comandante, fue capturado y ejecutado por el ejército boliviano y la CIA estaodunidense en la quebrada del Churo.

Fue el único contacto que tuvo con el mito. Le bastó. A los tres años de llegar a la campaña de alfabetización salió de Cuba rumbo a la República Democrática de Alemania (RDA), la Alemania comunista, con una beca para estudiar en Berlín. Eligió este país entre las numerosas universidades que le ofrecieron porque aprender alemán «me daba la oportunidad de leer a Marx y Engels en su idioma».

Con el tiempo se hizo políglota, tomó contacto con el PCE español y con su jefe Enrique Líster, quien le fichó para trabajar como técnico en el Consejo Mundial de la Paz impulsado por los paises socialistas y al que atribuye el mérito de incentivar el fin del colonialismo con la independencia de los países africanos. Tras su etapa en Helsinki ya no regresó a la RDA. Se instaló en Alemania Federal y creó una empresa de traducción en Friburgo que llegó a tener otras dos sucursales.

Cuando se jubiló cargó los muebles que dan a su casa un aire tirolés y se trajo el coche que su hijo no quiso quedarse como regalo: «Quiero ganarme mi coche con mi propio sueldo», cuenta que le respondió el muchacho que hace la tesis doctoral en torno al grafiti. Tiene otras dos hijas, la mayor anestesista y la menor directora de un museo en Baviera. Tiene mente y horario alemán (se levanta a las cinco) y no perdona la hora de la siesta.

Fernando de la Iglesia milita aún en el PCE. «Ahí seguimos, es dura la lucha porque el neoliberalismo tiene acaparada la mente de la sociedad». Pero cree que no ha perdido vigencia a pesar de que el modelo que se gestó a partir de la revolución soviética, que cumple cien años, fracasara.

«No se le puede criticar al socialismo, el probema son los hombres...», aunque admite sus límites: «No hay incentivos y la productividad es baja». Para él fue excelente: «Me pagaron los estudios, los cursos de verano e incluso vacaciones...». El problema de las libertades lo ventila con esta frase: «La libertad en el socialismo era absoluta, para lo que no había libertad era para la contrarrevolución...»

Sostiene que la idea del socialismo no sólo sigue vigente sino que es «inherente a la democracia» y mira hacia el modelo socialdemocráta de los países nórdicos como la meta a conseguir en el mundo globalizado.

De la Iglesia se anticipó a la crisis y un año de antes de regresar a su pueblo natal, en 2004, publicó el libro Economía. Conocimientos básicos para sobrevivir las agruras de la globalización y el capitalismo salvaje.

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