ACOSO ESCOLAR ■ Otro caso de los Maristas desclasificado
«Me preguntaron si me quiero suicidar...»
Este es el relato de un episodio de la vida de un niño que sufrió hostigamiento y acoso repetido entre primero de infantil y cuarto de primaria en los Maristas. El asunto emerge agitado por el caso requerido desde el Procurador del Común
L. u. / M. R. | león
Nadie entiende mejor que una madre el significado del ilusionante anuncio de un niño de 12 años al que acaban de invitar a un cumpleaños; y más, si con esa eclosión de felicidad se entierran siete años de infierno que rescató la madre del cuarto oscuro y el trastero de la memoria, este semana, cuando leyó el informe del Procurador del Común que instaba a la Junta a aportar más diligencia ante situaciones de hostigamiento padecido repetidamente por un escolar en Maristas. En el Maristas de la Avenida de Álvaro López Niñez, donde esta madre vio a seis niños, porque en tercero de primaria no se admite otra condición que la de niño, propinarle una paliza a su hijo, de nombre figurado Pedro. «No, no empezaron a humillarle en tercero de primaria, no; fue antes, en primero de infantil. Digo humillante, porque así fue el trato de la profesora, que se ensañó con él, con castigos, exposiciones; a base de aislarlo; mi hijo, —que atiende por Pedro en nombre fingido durante este relato— tenía un leve problema auditivo; e igual se pensaron que era tonto», recuerda con voz entrecortada por la pesadumbre del que se siente culpable «por no haber hecho nada». Le atizó el recuerdo el episodio que emergió en el mismo colegio detrás de la intervención del Procurador del Común, en el recinto donde está el aula «al que entré a oscuras a buscar a mi hijo, solo en la clase, en penumbra, tapándose la cara con las manos, meado encima». Aguanta un sollozo que fue clamos el día que a los ocho años de edad le encontró entre las casillas de la mochila un papel manuscrito que era la punta de un iceberg, un bestiario de un niño de tercero de primaria.
«...me metieron un puñetazo, el otro un tortazo, me vuelvo a casa y vuelvo a soñar», remató Pedro en aquel episodio contra el entorno, contra el mundo, contra la indecencia. «Había días que se quedaba al comedor, y comía solo, porque se levantaban de la mesa. Le gustaba el balonmano. «Lo dejó, porque se quedaba y le tiraban el balón a la cara. Ocho años», recuerda la madre, por si hiciera falta encuadrar el asunto en un orden de falta de humanidad.
La solución: el destierro. «Nos dijeron que lo mejor era probar a cambiarlo de colegio, que un cambio venía bien», recuerda ahora en medio del lamento la madre; lamento, porque arrastra la sensación de que no hicieron lo suficiente para defender al hijo de la embestida. Del rap del feo « a ver cómo mea el feo» declara, generosa como escarnio para esos hechos inhumanos. «Para que no se repita jamás», ofrece a modo de reconciliación con el camino de suplicio del niño que sólo terminó cuando «lo sacamos del colegio y lo matriculamos en otro; y después de dos años de psicólogo, de aprender a jugar porque jamás le dejaron», el otro día, ya lejos del suplicio del que le rescataron sus padres, le invitaron a un cumpleaños.