Luis Artigue EL AULLIDO
Desmontando a Woody Allen
LE acaban de otorgar el Premio Príncipe de Asturias de las Artes a un aristócrata del humor, bufón inteligente cuyo oficio consiste en reírse de si mismo, reírse ante el espejo, reírse y hacer reír mientras hace pensar. Woody Allen es un Groucho sin bigote, un Groucho posmoderno en versión neoyorquina, neurótica, lúcida, desternillante... Un Groucho con maneras de hombrecillo en Wall Street. Supongo que este escritor y personaje vino al mundo para enseñarnos que un cómico es un filósofo útil, una herramienta que en la vida no sirve para nada de lo que creemos que sirve, sino más bien para todo lo demás. La Editorial Tusquets ha publicado en castellano muchos de sus guiones y algunos de sus libros. De entre éstos últimos quisiera recomendarles uno, Como acabar de una vez por todas y a patadas con la cultura. ¡Es sencillamente genial! Hasta ahora mi película favorita, ya un clásico, es Manhattan como excelente ejemplo del cine de este autor, con un guión redondo, no sólo divertido sino también lleno de ingenio, hondura e identificación. Cine rodado con talento, ritmo y tantos diálogos eléctricos que roza la obra maestra. Ya se sabe, algo difícil de entender e imposible de olvidar. A muy poca distancia de éste están otros films que adoro: Maridos y mujeres, donde cuenta cierta versión histriónica de su affeire con la hija de Mia Farrow junto a un millón de cosas más, y Desmontando a Harry, otra bien tallada joya sobre sexo y literatura que derrite en hora y media la palabra depresión. En el mundo de Allen el psicoanálisis limita con el esperpento y el arte se da la mano con la vida no para saludarla, sino para hacerle un corte de mangas, porque como él mismo dice por boca de Annie Hall «la vida no imita al arte, la vida imita a la mala televisión». Woody, adicto al jazz, los terapeutas y el amor estrafalario, mago del gag rápido y las historias lentas, claustrofóbicas, nos ha dicho tanto en sus películas sobre la vida y nosotros mismos que merece éste y cualquier premio salvo un Oscar. Más de una vez le han concedido también esa estatuilla en el circo hollywoodiense, pero no fue a recogerla nunca porque tenía que tocar el clarinete, dijo, aunque ahora ha prometido que sí vendrá a Oviedo cuando le entreguen el Príncipe de Asturias. Por cierto, no sé qué hace reír más, si la sidra de seguido o este tipo. Hay cosas que brillan mucho pero se apagan rápido, y hay pequeñas grandes obras que permanecen. Entre éstas últimas se encuentra su personalísimo cine entendido como terapia, como cura de todo y de nada igual que el psicoanálisis, como imagen grotesca y a la vez mítica del hombre del siglo XX y XXI en una gran ciudad. Imagen distorsionada y nítida, clarividente y caótica, corrosiva, ácida, realista. La ironía como revolución pacífica conformando un documento para la eternidad. Le han dado en España un premio a este espeleólogo del lenguaje, el alma y el arte; al patriota americano, judío, hipocondríaco, acomplejado e incluso patético. Toda una aparente antítesis del macho ibérico. Acaso sea la forma que tiene este país de quitarse el sombrero ante un creador que no esconde sus defectos sino que se ríe de ellos en público, pauta de conducta que entre nosotros resulta difícil de encontrar. Tengo un lugar especial en mi corazón mitómano para Woody Allen, y también muchos reproches por lo que ha contado en público sobre mi vida sin pedir permiso: «Sabía que no debía enrollarme contigo porque acabarías destrozándome. Mi psicoanalista me avisó, pero estabas tan buena que cambié de psicoanalista».