Margarita Merino de Lindsay WONDERLAND
Pobres ricos, ricos pobres (II)
HAY algo inasible, una intuición sonámbula, que me hace sentir como en casa en el Brasil. La lengua portuguesa y la amabilidad de sus habitantes me recuerdan aquellos gratos veranos de mi infancia en tierras gallegas, -ay: «adiós ríos, adiós fontes, adiós regatos pequenos...»- mi paraíso irrecuperable. También la costa, tan distinta, de Sao Luís, Maranhao, acerca las alas de un reino paralelo y fantástico que roza las sienes con su delicada aura sobrenatural, prima hermana de aquella magia brumosa y celta, saudade extrañada que aquí llega cálida, a veces casi hirviente, demediada entre doce horas de sol y doce de luna, noche inspiradora sin duda de los muchos escritores originarios de este estado. Esta es también tierra meiga de conjuros y embrujos contra la racionalidad reductora, lugar de misticismo, de poderes secretos: emana un aroma que despierta el inconsciente, el tercer ojo, a los detalles ínfimos donde se esconde, duende, el corazón del ángel, el viaje al embrión que contiene las fórmulas del universo, del principio y el fin de este vagar que somos. Andando por calles coloristas y caóticas, se asoma unos instantes la mirada rapaz de los balcones adormilados de los edificios donde se desluce la pintura roída por el salitre costero y la constante humedad (ya cortina de agua en esta época de lluvias torrenciales), hay bullicio germinal, una vitalidad latente incluso cuando están vacías. Vida que añoro tanto en los USA, donde la belleza natural del verdor de bosques y árboledas se hace exclusivo horizonte nutricio, presencia compañera que ocupa el vacío sensorial de sus habitantes robotizados en un hechizo ensimismador donde sólo valoran lo propio, prácticos, programados para producir constantemente algo deprisa, deprisa, que les permita consumir sin tiempo para disfrutar de nada de cuanto acaparan -máquinas de toda utilidad para trabajar más y más- esclavos de su desarrollo, sin huecos, momentos, resquicios para pensar, humanamente pobres, y junto a ellos (o a sus espaldas, que a veces ni la ven) una naturaleza maravillosa: limpia, (en honor de los gringos diré que reciclan todo con puntualidad), una naturaleza inmaculada que no es tal en el Brasil (donde se abandonan las basuras a su caer sin reparar en la fealdad insalubre). Pero sigo el hilo de este trance enérgetico de mi experiencia marañense: huele a mandioca, a café delicioso, a dulce de cajú, a frutas, a feijoada. Me divierte ver esos burrillos que parecen dirigir el tráfico, pues están siempre fisgando al borde de las carreteras -¿me estarán refrescando la memoria de mi perdido Platero, ay, tan querido, peludo y suave?- desaparecidos de los países donde el desarrollo ha arrollado cualquier síntoma o criatura relacionados con la sencillez de una vida en la que no poseen otras cosas aparte de las necesarias. Pasan ciclistas delgados, descalzos, con el torso desnudo. ¿Qué hacen tantos niños flaquitos, ejércitos de niños vivarachos, correteando por las calles, vendiendo chicles, mendigando unos reales, absorbiendo curiosos los enigmas cifrados de la infancia sin escolarizar? Son niños brasileños cuya escuela es la calle y su maestra la lucha por la sobrevivencia, niños que urden las argucias contra la necesidad y el hambre, niños a los que se ve -demasiado, demasiados- en el desamparo de la pobreza. ¿Dónde están los niños estadounidenses que no se les oye ni se les ve en jardines ni en calles? ¿En el mall? Son niños invisibles que crecen amamantados por computadoras y televisores, hijos de Internet comen solos abriendo los refrigeradores y calientan en los microondas comidas industriales preparadas, niños que aprenden como el mundo se resume en el mapa de los EEUU y pasan su ciclo de vigilia en inacabables jornadas de colegios, trabajos para pagar sus gastos sin tiempo para jugar: a la gran mayoría les falta un ambiente que enseñe solidaridad, cultura general, arte e historia, espiritualidad (esa que no tiene nada que ver con fanatismos religiosos e iglesias intolerantes que prohíben respirar fomentando la hipocresía y una sociabilidad plástica). «Continuará)