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La pareja como conservante

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León

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TODOS lo sospechábamos, aunque repitiésemos con frecuencia lo de que el buey suelto bien se lame: para vivir más, mejor vivir casado. Sin embargo, nada menos que el Consejo de Europa, la expresión más acabada -al menos, en teoría- de nuestra sabiduría como Unión de países en el Viejo Continente, ha venido en ayuda de la moralidad ciudadana, de las buenas costumbres y de la historia. Porque sus estadísticas muestran que la mortalidad entre las personas no casadas, es decir, que no viven como pareja, solteros, viudos o divorciados, es superior a la que se produce entre los casados. La tendencia, que existe claramente, se observó en 1990 por vez primera en el conjunto de países de la Unión Europea y se ha venido confirmando a lo largo del último decenio. Indica que, de media, el número de los no casados que mueren dobla al de casados que pasan a mejor vida. Si, además de no estar casado, el sujeto en cuestión tiene entre 45 y 54 años, su riesgo de muerte experimenta un notable incremento que, en Finlandia, por ejemplo, es tres veces mayor que el del resto de la población bendecida por el matrimonio, o por la vida regular de a dos, que viene a significar, aún sin papeles ni bendición, lo mismo. Los sociólogos, además de dar los datos, procuran explicarlos. Y, además, resultan ser fácilmente comprensibles y asimilables por todos. Así, resulta lógico un cierto diferencial a favor de la longevidad de los casados por la sencilla razón de que los enfermos no suelen esforzarse por encontrar su alma gemela y, si la encuentran, tal vez sus propias deficiencias les impedirían formalizar su compromiso. También es sabido que los casados normales, los que viven juntos, vigilan mutuamente su salud, y se ocupan de atender al cónyuge sufriente, al compañero, cuando éste experimenta algún tipo de afección de su salud. Asimismo se da el caso de que los casados suelen estar mejor protegidos, tanto desde un punto de vista psicológico cuanto financieramente, y acostumbran a vivir mejor, por lo general, y gozar de mejor pensión, sobre todo si ambos miembros de la pareja han tenido vida laboral. Además, y no por ser la última reflexión cabe calificarla de menos importante, tanto la viudedad como el divorcio suelen constituir experiencias traumáticas de consecuencias más o menos nefastas. Perder al compañero de toda una vida, al ser con quien recorrimos una parte de nuestra senda, con quien formulamos un proyecto de vida en común, no es un fenómeno que quepa menospreciar en cuanto a su influencia en la salud y las ganas de vivir. Divorciarse suele tener otras secuelas, entre el fracaso sentimental y la reducción de los medios materiales, por la división a que conducen las decisiones de los jueces, que también hay que tomar en consideración. El estudio concluye que la incidencia de mortalidad es claramente superior entre los no casados, y que el tema merece una superior atención por parte de los especialistas en demografía, más allá de consideraciones de carácter inmediato como las formuladas. Esperemos sobrevivir para ver los resultados de la próxima encuesta.

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