Diario de León

Luis Artigue EL AULLIDO

Festival celta de Ortigueira

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León

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DORMIR vestido en esta playa llena de luciérnagas, despertarse junto a una hoguera mientras tararea el mar esa canción con flautas, violines, gaítas celtas rellenando el ánimo con ecos festivos, música al aire libre, escribir como quien mueve hacia atrás con los dedos las manecillas del reloj. Hay algo de tribal y algo de primigenio en ese rasta que mira a la luna mientras toca el iembeé, y nadie puede ser uno mismo en esta plaza atestada de bailarines etílicos. Los juegos malabares que practican por todos lados los artistas callejeros nos evaden, cómo no, mientras vamos en procesión pagana e intempestiva a los conciertos -Carlos Núñez delira- al encuentro, a la jungla. La curiosidad en la noche tiene forma de cebo: hola, niña, ¿qué tal? Fin de semana hippie en un festival celta y sorprendentemente luego no cuesta volver a lo de siempre. La rutina ardió en la hoguera la otra noche, menos mal, y aún hay ritmos que surgen de la tierra, del paisaje o la memoria. Pernoctar en un hotel de mil estrellas incomoda y recarga. Y nos llena de barro. Y de relojes biológicos. La arena huele a melodías exóticas. La playa viene y vuelve como el laúd de un loco. Viene y vuelve. La noche es ancestral. A lo mejor resulta cierto que de vez en cuando el ciudadano ha de volver al encuentro con el bosque, ha de acercarse al sonido del paisaje y los pájaros. Dormir en el suelo abrazado a una desconocida cerca de la hoguera es como dormir despierto: sueño de centinela que inventa su ternura, sueño amable. La poesía en la noche de Ortigueira cabe en una de mis manos. Fiebre. Fiesta. Emociones de música puesta en pie por virtuosos: Béna Flek y los Flekstones. Brilla el solo de un banjo llenando la atmósfera de luz y semicorcheas mientras, a nuestro lado, un padre de familia baila con su hija de seis años en los brazos. Muñequita. Ojos grandes como lunas dibujadas con compás y la pomada de la música que se unta por su diminuto cuerpo. Así, ya está. Kepa Junquera y sus txalapartaris ponen ritmo de acordeón autóctono al Atlántico. ¡Qué frío está ahora el mar! Lo derriten los besos, la danza sin reglas de los cuerpos. Y qué bueno, esta vez, poder aparcar todo: el trabajo, el futuro, nuestra vida anodina como seres de provecho, colchones, los periódicos repletos de ficción, ese Debate sobre el Estado de la Nación donde, como en el cine, han ganado los buenos y el ejército de Marruecos borracho de hachís que se pone a conquistar un islote sin población ni petróleo, que sólo tiene orgullo. Nos han dicho que es de ellos. ¿Hay algo más español que el perejil? El mundo es surrealista, ya lo ven, pero queda la música en los bosques cercanos a la playa. En el recuerdo. Aquí. Ahora que el verano pone un sonido folk en nuestras almas, apetece vivir por unos días de manera distinta, improvisar, fluir, poner dinamita en la certeza de que, como escribió Ezra Pound, «la vida acaba haciendo de todos nosotros funcionarios». Vale, pero aún no. Una morena despeinada aporrea en la calle su bongó y Rafa toca la flauta apoyado en un sauce. Suenan. Ambos rebasamos el nombre de las mujeres que hemos dejado de amar como quienes huyen de esos noviazgos proseguidos por inercia -¿incompatibles pero acostumbrados?-. La noche. Luz. Encima de los tejados hacen el amor los gatos y en un puesto ilegal dos vagabundas de manos viajadas nos venden artesanía hecha con esoterismo y símbolos: madera espiritual. Aún hace frío en los vasos medio llenos de calimocho, claro está, pero aquí afuera no porque ni estamos solos ni seremos los mismos. ¿Queda lejos León? Sí, de verdad, lejísimos. Tanto que aquí ahora estoy de vacaciones de mí mismo.

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