Diario de León

Luis Artigue EL AULLIDO

La tumba de Keats

Publicado por
León

Creado:

Actualizado:

CORRÍAN otros tiempos. Nosotros salíamos solos de casa «a suceder» para acabar encontrándonos por la calle o en los parques, frente a la Catedral o en una librería anarcosindicalista que llamábamos «El Guariche de Rafa». Allí el tiempo detenido, el humo verde, allí nuestros textos favoritos escritos por mendigos que nunca sabrán realmente cuánto llegaron a darnos. A la luz de esa vela que es estar vivos y juntos, compartimos algunos poemas de estraperlo que nos pusieron en la rampa de salida de la vida y ahora, que nos regresa el verano, la nostalgia me invita a volver sobre ellos para revivirlos y esparcirlos. Uno importante fue La tumba de Keats, escrito en Italia por Juan Carlos Mestre. Y es que hay libros que nunca se terminan de leer y éste es el caso. Poemario denso de un solo poema, páginas llenas de secretos cuyo descubrimiento produce entusiasmo y pavor. Por eso a veces sentíamos recelo al compartir en voz alta la vivencia personal hecha de ese poema infinito, pues temíamos escuchar a otra persona que podía hacernos creer que no habíamos entendido nada. Luego supimos que no hay nada que entender porque así brilla la rotunda claridad de la poesía cifrada, porque a la lógica abstracta de este libro no se llega mediante el entendimiento sino, acaso, con la intuición bien afilada. «Palabras negras -escribió Paul Celan-. Algo que no puedas entender ni olvidar». Uno relee estas páginas siempre por vez pri mera como quien va de viaje a lo desconocido y el tren devuelve a otro calzando sus zapatos: regresar no siendo el mismo. Entonces esa Roma parece el mundo con sus héroes, su belleza y su miseria, y el poeta se vuelve el extranjero, el que lo observa todo desde fuera y lo denuncia con palabras impregnadas de ideología y ética, de decepción y fe. Ése que afirma: «mi Vaticano es la tumba de John Keats». El poeta, emigrante sin papeles que sirvan, infiltrado, representa para mí desde entonces un ciudadano atónito, un habitante ilegal de su mundo interior que comparte con pasión lo que no tiene, que regala tesoros, hallazgos, chispazos imaginativos, que nos dona una antorcha subversiva mientras intenta incorporar a sus lectores a la vida despierta. Juan Carlos Mestre va a Roma a dejar flores en la tumba de Keats y observa la «partícula de Dios que hace crecer a un hombre en otro hombre», mientras nosotros descubrimos que leer con intensidad es precisamente eso: posar flores en la tumba de otro. Conservamos aún entre los labios hermosos momentos vividos en voz alta: «la muchacha húngara que traduce a Leopardi con brillantes ojos de gata,/ la que tiene un pez que nadie ha besado», «...el pórtico de la creencia donde el que fue mi abuelo es ahora Dios tocando el clarinete en la plaza de una nación extinta». Ya ven, versos indesgastables como buenos recuerdos. Ahora que en la rutina hay un paréntesis de vida, que el calor evapora los nombres de las ciudades, quiero recomendarles de corazón un libro de versos sin rima, sin medida, sin razón o concesiones salvo esa locura lúcida que una vez elogió Erasmo de Rotterdam. Los de entonces ya no somos los mismos pero nos quedan textos como éste con los que revivir algún instante mítico. Libros sin terminar que, cuando alguien se asoma a leerlos, los continúa escribiendo. A veces me acuerdo de aquel Guariche que también fue tumba de poetas y de todo lo vivido allí, del elocuente ron de Cuba, las noches dada, el mate, las niñas diosas, los cuadros pintados con las manos... Y algo que pensé entonces vuelve a ser verdad ahora: si un gran incendio arrasa la ciudad de León esta noche pero yo sobrevivo, las primeras pertenencias que quiero rescatar son mis amigos. Y, de paso, algún libro.

tracking