Diario de León

CRÓNICA DE VERANO

«Con libertad, sin presiones»

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Convergencia i Unió está siendo sometida a presiones exorbitantes por parte de las fuerzas democráticas para que tome partido en la solemne decisión que el Congreso de los Diputados se dispone a adoptar el día 26, en la sesión convocada para instar al Gobierno a que solicite al Supremo la ilegalización de Batasuna. El PP ha llegado a decir que sería «una cobardía» no secundar la posición que mantienen los dos grandes partidos estatales, y el PSOE no se ha quedado atrás: los nacionalistas catalanes «deben decidir -ha dicho el secretario de organización si amparan con su voto a los que no condenan y son cómplices de la violencia y el terror, o si están del lado de quienes defienden la democracia». Todo esto es una desmesura y un error, que debilita la democracia, extiende un desnaturalizador uniformismo, irrita a la opinión pública más consciente y desorienta al resto. Aunque la nueva ley de Partidos surgió de la previa decisión, adoptada por los firmantes del pacto antiterrorista, de ilegalizar Batasuna, aquella norma era de carácter general, establecía algunas reglas de juego democráticas. En consecuencia, no sólo era conveniente sino también necesario que consiguiese un consenso semejante al de la Carta Magna. Pero si aquella norma era una pieza esencial del entramado institucional, la decisión de instar en este momento la ilegalización de Batasuna es puramente política, y por lo tanto, opinable. Que el asunto es controvertible se desprende del hecho de que tanto los grandes partidos que ahora apoyan tan enfáticamente la ilegalización como el coro mediático que arropa la medida se han pasado veinticinco años manteniendo la tesis de que la ilegalización del brazo político de ETA sería un error. Con claridad, ha habido en la opinión política mayoritaria de este país un progresivo cambio de actitud. Primero, todos éramos contrarios a condenar a la izquierda ''abertzale'' a la clandestinidad; después, se generalizó la tesis de que la ilegalización sería positiva, siempre que los jueces consiguieran demostrar fehacientemente que aquella fuerza política y ETA eran la misma cosa (algo que, por cierto, podría certificar Garzón en cualquier momento); finalmente, ganó fuerza la idea de que, aunque tal vínculo no se probase materialmente, tampoco debería ser admitida por más tiempo al juego institucional aquella formación política que arropa a ETA. A muchos, este salto cualitativo les ha parecido inobjetable. Otros, hemos creído que los argumentos a favor son tan sólidos que las objeciones han de ceder a las grandes razones. Pero esta manifiesta transformación de la opinión pública no nos autoriza a insultar a quienes, sencillamente, piensan hoy como ayer. Jordi Pujol, ya con un pie en el estribo, tiene a estas alturas de su biografía pocas cosas que demostrar. Ha acreditado suficientemente su integridad moral, su sentido del Estado, su alineación junto al Estado de Derecho. Sus objeciones a que sea el Poder Legislativo y no el Gobierno el que inste una medida como la que se pretende tienen calado jurídico y no son ni sospechosas ni arbitrarias (también las manifestó el PSOE en un cierto momento). De ahí que constituya una bajeza moral escribir, como se ha escrito, que si los nacionalistas catalanes no votan el 26 afirmativamente se habrán puesto de parte de los verdugos de Hipercor. Y en todo caso, habría que liberar la atmósfera general del creciente maniqueísmo que divide a esta sociedad en buenos y malos. El enemigo es ETA, y ésta es una obviedad. Pero también frente a ETA caben estrategias distintas, visiones diferentes del problema. Y no es lícito reducir toda la riqueza argumental de la política a la simple linealidad de unas cuantas verdades absolutas.

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