Margarita Merino de Lindsay WONDERLAND
Tres ¿caballeros? de El buscón (y III)
OTRO ejemplar de «caballero» muy particular es don Toribio. Tiene abolengo y herencia: «don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero», es un «hidalgo de solar montañés» y parece un «caballero de portante» por su aspecto y sus modos, aunque al no poseer dinero no pueda acceder a la sociedad. Pero este caballero de empaque externo no posee honra ni honor (fama) y carece totalmente del espíritu (que es condición sine qua non) ya que él lo ha comprometido en la rapiña, la germanía, el chirle y el disfraz... Se regodea Quevedo haciéndole quedar con el culo al aire para advertir que «no es oro todo lo que reluce» y le castiga con penurias y privaciones en su rol de «caballero-caballero-no caballero» dándole azotes y encarcelándole al tiempo que le obliga a ser un bufón, un «caballero desnudo por debajo». La tragedia de Pablos es que suspirando por ser un «caballero de solar montañés» cuando encuentra a uno que lo es sólo se interesa en ser pupilo de ladrón y aprender las bellaquerías del oficio chaflón. Don Diego acaba completando el trío con un discutible «caballero-caballero-caballero» (caballero verdadero-verdadero-verdadero) al revalidar la triple entidad de su título pese a sus deslices (que se minusvaloran al contrastarlo con el de «caballero verdadero-falso-falso» de don Toribio y el «caballero falso-falso-falso» del Buscón). Posee ciertas cualidades del caballero, descuidando las virtudes teologales en el episodio de la capa, pero se le justifica en parte al conocer la parroquia que pupula por el libro y de la que don Diego se distingue por poseer abolengo (?), sociedad, dinero y fama... ¿Tiene completo el honor, atributo autentificador de la mayor graduación interna del caballero? Tal vez su personaje esconda la crítica quevediana sobre la degradación cualitativa que sufre el estamento de los nobles, hasta el punto de que los arribistas sólo tienen como oponentes -para discutir sus trapacerías que pretenden el ingreso en el grupo- a los pícaros, la canalla más rastrera del vulgo. La conclusión de la obra nos advierte de la necesidad de actuar bien para escapar al castigo con un mensaje ético y moral: la búsqueda debe ser interior, el intelecto es el factor más adecuado para impulsar el mecanismo del orden y el plan personal que se ajuste a la virtud, la nobleza hereditaria no afecta a la elección que haga la persona (todo el mundo tiene la opción de ser noble íntimamente) cuando la condición del linaje veta la pertenencia de clase (arbitrada por nacimiento) en el estamento al que muchos ambicionan ascender. Siendo este un mensaje no ficticio y un manifiesto de las obsesiones y la tesis de un autor cuya óptica de superioridad aristocrática es enemiga de novedades y de ideología muy determinada en lo económico-social (conservadora y claramente reaccionaria en lo relativo a una movilidad social que amenazaba los privilegios de los nobles); procede de una mente intelectual y da unos propósitos exactos para enfrentarse a la dureza de las jornadas de la "Vita est militia" que es la experiencia de los seres humanos en el mundo. Para concluir estas notas, recalcar a Quevedo como dueño de la palabra, batallador virulento, tan provocador como atormentado y cuyas filosóficas son, como su personalidad, contradictorias. Nos será más útil hoy por su dominio portentoso del verbo que tanto disfrutamos que por el contenido de sus escritos a menudo agresivos, despiadados y retrógrados, pese a la jocosidad que en su ensombrecimiento congela la risa en sabor a hiel. La gravedad y grandeza de insuperables composiciones nos hacen soslayar su desabrida misantropía y la furiosa misoginia. Valga rememorar el soneto «Amor constante más allá de la muerte» que fue capaz de regalarnos don Francisco, a quien sin duda vivir le dolió tanto como a la mayoría de nosotros, y que, si no supo o no le dejaron, también pudo haber amado con la intensidad de la apasionada amargura que le llevó a tantos desencuentros.