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Margarita Merino de Lindsay WONDERLAND

Memphis: Motel Lorraine (I)

Publicado por
León

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ARDE Memphis, en agosto del 2002, en una aglomerada conmemoración que celebra el 25 aniversario de la muerte de Elvis, su ídolo proveedor. Letreros, posters, anuncios luminosos, programas televisivos, la voz del mito, que una y otra vez regresa enlatada en canciones simultáneas atravesando calles desde las tiendas para avisar al turista neófito de toda la nostalgia que allí puede comprar a precios asequibles a todos los bolsillos. Se encienden velas, mecheros y bengalas en la avenida donde atisba «Graceland» -ahora mansión imán del pujante negocio empresarial- el fervor de los fieles que envejecen leales a la memoria del cantante destruido por el éxito y la disponibilidad a los que no supo resistirse. Su tumba prolonga el jolgorio bajo flores plásticas sin apacentar el olvido de los muertos desconocidos que descansan en paz. Son menos, más silenciosos, más graves, en la tristeza aterida de una pérdida que todavía hiere en un enorme país desolado (cada día más insensible y más práctico, donde demasiadas heridas se han cerrado en falso sin sanear en profundidad el dolor de antiguos hierros), los que se encaminan -o nos encaminamos- a buscar el rastro de otros pasos que conducen a un lugar más humilde. Es un destino diferente donde balas ¿anónimas? quisieron quebrar un sueño mayor, menos jaleado y popular que aquel sueño americano de las clases medias ahora convertido en pesadilla consumista y productora que ha democratizado una nueva esclavitud. Buscamos un lar simbólico en homenaje peregrino allí donde corrieron ríos de lágrimas muy negras. Se trata de lugar que sobrecoge el corazón en una emocionada introspección que sabe poco de algaradas. Y golpean los badajos de la conciencia con un tañer que hiela ese espacio en declive de las mitologías juveniles: el mundo pudo haberse convertido en pradera amable donde extender los manteles de la justicia y la concordia y que sonaran las gaitas de los más puros de espíritu soplando otros aires. En el número 450 de Mulberry Street, ahora sede del Museo Nacional de los Derechos Civiles, vemos los rótulos del Motel Lorraine, el modesto edificio cuyo aspecto externo se mantiene como entonces. Todavía están aparcados dos viejos Cadillacs bajo las ventanas de la habitación 306, enfrente del corredor exterior, la balconada donde el 4 de abril de 1968 fue asesinado un hombre excepcional. Se asomaba, fumando un pitillo, cordial y accesible, sin precauciones especiales, para hablar con los miembros de su equipo que charlaban en el aparcamiento, un gran hombre que puso su cultura, carisma y energía al servicio de la renovación profunda de la comunidad y de la sociedad (maquillada sin ducharse) que le tocó vivir. Un hombre justo que luchaba incruenta e incansablemente para realizar las promesas incumplidas de la Guerra Civil, el que se multiplicaba en resistencia inquebrantablemente pacífica contra las medidas inhumanas de una insufrible segregación cotidiana para los de su raza, el que inspiraba la idea de libertades en Sudáfrica y Checoslovaquia, el que se solidarizaba contra la marginación de los pobres y las minorías de todas las razas, el que ayudaría a transformar -penetrándola con la pasión serena de una visión de futuro generosa y multirracial- la hipócrita sociedad blanca que se daba golpes de pecho de mañana en las iglesias y vestía en la oscuridad nocturna las ominosas caperuzas criminales del repugnante KKK, el valeroso orador que clamó -en época de triunfalismos patrioteros- contra la sangría incomprensible de la Guerra de Vietnam, bajo el cielo de Memphis. Esa tarde de abril, hace 34 años, se asomaba al balcón lleno de vida el doctor Martin Luther King Jr. Tenía treinta y nueve años cuando cayó al impacto de una bala de calibre 36. Aún el fantasma de su apasionado magnetismo deja de yacer y se levanta entero para celebrar el respeto de los que le amamos con la obligada mansedumbre de la imposibilidad. (Continuará)