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Luis Artigue EL AULLIDO

Réquiem por la librería Padre Isla

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León

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DESPUÉS de veinticinco años la Librería Padre Isla baja la trapa, y eso parece ahora toda una metáfora de esta ciudad. Cierra sus puertas como quien pasa de página sin hacer ruido, sin aspavientos, pero dejando nuestro universo colectivo algo más deshabitado, lo sepamos o no. Como escribió Chencho el otro día, en estos tiempos tan superficiales nos hacen falta los libreros que verdaderamente saben de libros, los vendedores con antorcha que nos guían en la inmensidad del mercado editorial. Trabajadores que fomentan la lectura, que aciertan a recomendar con tino según el gusto del lector, que alientan y promueven la cultura, sea ésta oficial o no. Jaime Torcida, rostro aguileño, voz mal pulida de whisky y Ducados, parece la versión leonesa de algún personaje creado por Raymond Chadler. Tipo duro con un punto de ternura, que siempre apoyó la literatura "al margen", se especializó en fondo leonés desde el principio, y no fue ésta su única forma de apoyar lo de aquí. Habitual de presentaciones de libros, conferencias, recitales poéticos, saraos literarios de todo orden, fue también uno de los fundadores del "Filandón", el suplemento literario que sale cada domingo en este periódico. Deja de ser librero para ejercer como tabernero o algo así, porque las últimas lluvias plañideras le han inundado el local, su seguro pasa de todo, y era lo que le faltaba. No sé. Le he dicho a su hermana Esther que a lo mejor fueron las lágrimas de los autores muertos al atisbar de reojo que en esta ciudad sonámbula se lee cada vez menos, y se bebe cada vez más. Sí señor, hay que ser tabernero o constructor, oficios rentables... Se cierra una librería como otro mesías que nos matan en el alma, como otro mal final en la película de la vida, igual que otro poema que tiran al fuego. Nosotros nos tendremos que ir a algún otro lado donde sí consideren el libro un producto, compraremos best-sellers en los grandes almacenes, y pronto reconoceremos con nostalgia la diferencia. Así hasta que encontremos alguna otra pequeña librería habitada por gente con oficio, que venda y hable, que lea y sepa lo que tiene e incluso pida lo que no tiene; se cruzarán nuestros ojos, nos reconoceremos, y nos haremos amigos. Supongo que nadie es imprescindible pero hay excepciones muy necesarias que nos dolería perder mientras miramos hacia otro lado o nos curamos con tópicos del tipo "ya vendrán tiempo mejores". La ley del eterno retorno es falsa, pues nada regresa idéntico. Se cierra un palacio del libro sin casi decir adiós, punto y aparte y a otra cosa mariposa, y uno tiende a pensar que una librería menos, parece otra metáfora de una ciudad que va a menos, de un lugar en el mundo ensimismado e histórico que decae sin casi defenderse. También esa hermosa casa autóctona de la Plaza del Grano representa otra metáfora de nuestra memoria y de nuestra esencia, de quienes somos y quienes hemos sido, y ahora la quieren tirar para hacer otra igual, pero de mentira. Que si se cae, que si la tiran, que si la derrumban, que si la fachada, que si pasa el tiempo y se olvida todo, que si sólo un poquito, nada más la puntita, pero está claro que prima la opinión de los tótems financieros por encima de intelectuales, columnistas, vecinos y demás familia. Todo se diluye junto a las viejas utopías en el caldero de oro de la economía. Las casas se caen intencionadamente, las librerías cierran, los jóvenes se van sin remedio a trabajar fuera, y empieza a ser obvio que esta fría ciudad catedralicia necesita un revulsivo. Un volantazo para que eso de "que todo siga como siempre" no sea sinónimo de "que todo siga cuesta abajo". La Librería Padre Isla ha dejado de dar guerra. Descanse en paz.

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