Francisco Sosa Wagner SOSERÍAS
Hacienda y los gordos
Es buena verdad que la injusticia resulta proteica a la hora de presentarse en sociedad y que por ello adquiere los más diversos visajes para tratar de confundirnos. Pero para despojarla de sus máscaras estamos los escribientes de los periódicos y de ahí viene el carácter positivo y plausible de nuestras aportaciones. Si no fuera por nosotros, la Humanidad andaría a oscuras, tanteando con el bastón de ciego cientos de obstáculos y las peores trampas. Alerto pues de la llegada inminente de la gran injusticia del nuevo milenio: los gobiernos están modificando sus leyes para que los gordos desgraven sus gastos de gordos en la declaración de impuestos, lo cual quiere decir que los gordos acabarán pagando menos a Hacienda que los delgados. Este es el desafuero que debemos denunciar las personas de buen tino por lo que tiene de atropello del buen juicio. Quevedo en sus -Premáticas y aranceles generales-, donde no dejó títere con cabeza, no incluyó a los gordos porque ninguna protección necesitaban ni tampoco condena alguna desde la perspectiva de la moral o de las costumbres. Fernández Flórez, por seguir un orden desordenado de citas, decía que más allá de los cien kilos no hay maldad, de la misma forma que más allá de los cien grados no hay microbios o por encima de los mil metros de altura no existen elementos patógenos.Un gran humorista, Edgar Neville, que fue el Orson Welles que nos podíamos permitir los españoles, un gordo encantador, aseguraba que cuando quería saber si disfrutaba de una erección había de mirarse en el espejo porque lo abultado de su panza le impedía observar con la exigible meticulosidad la consistencia y acometividad del arma o ariete. Y algo parecido le ocurría a Álvaro Cunqueiro, un escritor hoy librado ya de las telarañas falangistas, un prosista a la caza de ángeles y de mixtificaciones, un gordo de veneración, con una sotabarba que le hubiera permitido llegar perfectamente al papado pero que por lo menos llegó al cielo de la patraña literaria. Hoy, ese buen escritor que es Ignacio Gracia Noriega, le reivindica mucho, otro gordo de filigrana bajo un sombrero. Y todo ello se debe a que el vientre o barriga es el lugar donde durante más años de nuestra vida se asienta el placer. Montaigne, cuyos Ensayos encierran la sabiduría más plácida de cuantas existen, observó, al hablar de los vinos de su tierra natal (Burdeos), que los buenos bebedores sostienen que el calor natural, en la infancia, está en los pies y de ellos se traslada a la zona media del cuerpo donde se mantiene un largo tiempo y produce los únicos placeres. No hay pues vuelta de hoja porque los testimonios de gordos fecundos podrían repetirse hasta el infinito o hasta llegar a Eugenio D''Ors, engordado de glosas como otros están engordados de mantecadas. El único reproche que en tal sentido se puede dirigir a DïOrs es que no le gustara el cocido pues es sabido que, cuando un amigo le invitó a comer un cocido en familia, rechazó la propuesta con destemplanza alegando que las dos cosas que más odiaba eran precisamente el cocido y la familia. Hoy, época del lenguaje correcto y tedioso, a estos hombres, se les llama obesos de la misma manera que al glorioso acontecimiento de -echar un polvo- los cursis le llaman -hacer el amor-, olvidando que se alude al polvo porque esta es la sustancia en la que al cabo se disuelven los mejores sentimientos, las caricias más tiernas, el éxtasis, la apoteosis, la culminación y todas las satisfacciones concomitantes: -polvo eres y en polvo te convertirás ...- etc. El gordo es el espacio, representa la presencia más celebrada y la ausencia más lamentada, la circunferencia donde se desarrollan las mejores grandezas porque si el gordo tiene pliegues es para esconder en ellos sus fragilidades más adorables. Somos delgados o espiritados quienes no hemos podido ser gordos, como son notarios quienes no han podido ser pianistas. Y lo mismo puede decirse de la mujer pingüe, admirable para estrellar contra sus generosidades los más inspirados madrigales. Se advertirá pues que el gordo no precisa de las caricias de Hacienda, una señora no gorda sino pesada, cosa bien distinta.