Diario de León

Victoriano Crémer CRÉMER CONTRA CRÉMER

Ahora sí que es de verdad

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León

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LLEVÁBAMOS tantos días, semanas, meses, hablando de elecciones y calculando probabilidades de los unos y de los otros, que habíamos llegado a la sospecha de que a lo mejor, lo de las elecciones para munícipes y para autonómicos era una pura invención y que como ya estaba todo atado y bien atado, lo de acudir a las urnas parece una frivolidad. Y sin embargo, se mueve, que diría Galileo; los partidos reunen a sus capitanes y dictan las reglas del juego y la hueste disciplinada se dispone a acudir a la convocatoria para expresar, papeleta en mano, su opinión, suponiendo siempre que el elector corriente y moliente, tenga opinión. Que esa sí que es la madre del cordero de la democracia: la opinión que los electores adquieren a través de las ideas. Pero me pregunta la doña de la terraza de enfrente, ¿usted cree que lo que mueve a los electores es la acumulación de experiencias ideológicas o la costumbre o el interés derivado de la amistad y el compadreo? Y no sé qué responder, sobre todo cuando desde tribunas del más alto rango, se sentenció que habíamos llegado al fin de las ideologías y que el mecanismo gubernamental se mueve principalmente por los intereses representados por cada uno de los grupos en trance. Y la misma dama amiga, para facilitarme las cosas, me sugiere la idea feliz de prestar atención a los gestos, a las palabras, a la significación y la biografía personal de cada uno de los aspirantes a lo que estuviera en el gran mercado de la política activa. Por ejemplo, a la servidumbre del hombre o de la mujer dispuestos para reñir la batalla electoral, bajo una bandera o un caudillo, para alcanzar «el puesto que tienen allí», tal como se cantaba en la famosa tonadilla de la época. Y entre las funciones a que debe el candidato someterse es a la dictadura de la imagen. Todos los señores y señoras con aspiraciones a cargo, lo primero que hacen es poner su vera efigie a disposición de los técnicos, por si hubiera que corregir alguno de los rasgos peculiares del candidato. Por ejemplo, se asegura que nuestro impecable Rodríguez Zapatero, hubo de pasar por la peluquería y por el laboratorio de transmutación física, para alcanzar esa sugestiva estampa con la que cabalga como el Cid con doce de los suyos. De Aznar se sospecha que la vigilancia de su perfil es tan cuidadoso que no queda sin su debido examen y análisis ni un solo pelo de su cara. Y ahora, como suprema confirmación del cuidado que todo candidato ha de tener con el detalle, lo pone de manifiesto doña Trinidad Jiménez, nominada para ocupar la alcaldía de Madrid, rompeolas de las Españas, teniendo como rival al señor Ruiz Gallardón, que es figura que, aunque sin hacerlo público, se le adivina un muy exquisito cuidado de su imagen y semejanza. Pues, me dice la señora dama de la terraza de enfrente que doña Trinidad tenía una chaqueta. (Todos desde la princesa a la senegalesa de patera tenemos una chaqueta). La chaqueta de doña Trinidad era una prenda de cuero que aparecía condenada en el armario, por un cierto prurito de sencillez en el atuendo, pues que si de algo debe o puede alardear una candidata a alcaldesa, es precisamente de sencillez en el vestir y en el hablar, a fin de que no se le confunda. Según parece a doña Trinidad, alguien la sugirió la idea de que el hábito hace al monje o a la monja en este caso, y la convenció de que rescatara del armario su chaqueta de cuero y se decidiera a romper toda clase de complejos, de tabús o de condicionamientos sociales para usar de aquella chaqueta de cuero que, por prejuicios se supone que de clase, tenía aparcada en el ángulo oscuro, como el arpa del poeta. Y dicho y hecho, al final de la reflexión, doña Trinidad Jiménez renunció a toda clase de precauciones sociales y se echó a la conquista de la alcaldía madrileña vestida con su chaqueta de cuero. Y mi generosa colaboradora, la vecina de la terraza, dice que esta es la gran lección democrática que debe ser recogida y establecida en los usos y costumbres de esta España, donde tantos fingimientos disfrazan la realidad.

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