Atrapados en el último piso
«Antes de bajar, yo me lo pienso»
Los vecinos de las casas viejas con protección tipológica relatan cómo parte del vecindario se ha tenido que ir por los problemas de movilidad antes de la nueva normativa que flexibiliza la instalación de ascensores
A las doce, Rosa María Fernández Soto sale a la compra. Cierra la puerta con cuidado, respira y, prologada por el traqueteo de las ruedas del carrito, baja uno a uno los escalones. Apenas se cuentan una veintena. Sólo se trata de un primero. Pero después de 39 años, día tras día, y con una válvula mitral colocada en el corazón, la pendiente gana porcentaje hasta convertirse en un puerto de primera categoría. La vecina mira hacia abajo y confiesa: «Antes de bajar, me lo pienso, por no tener que volver subir». A la historia le falta un detalle: en el número 48 de la avenida La Serna no hay ascensor.
No podía haberlo, como tampoco en el 46, el 50 y el 52 de la misma avenida. Ni en las viejas casas de aviación de La Palomera y Felipe II. Ni en el entorno de Doña Urraca. Ni en los inmuebles de origen social de Pinilla, La Inmaculada, El Ejido y Buen Suceso. Ni en las viviendas de Las Ventas que se censan en la acera derecha entre la iglesia y Puerta Pando. Ni en Nocedo, frente a la bolera. Ni en las manzanas que dan cara a Monja Etheria y San Mauricio.
El ascensor, económica y técnicamente inviable por la falta de espacio en el interior para colocar la caja, sólo encuentra espacio ahora que el Ayuntamiento, después de años de reivindicaciones vecinales, ha culminado la modificación de las normas urbanísticas para permitir que se ejecuten en patio de luces o parcelas, siempre que no ofrezcan frente, fachada o vista a las vías públicas. Ni siquiera computan edificabilidad. Ahora, en los conjuntos de conservación tipológica, como se les cataloga en el Plan General de Ordenación Urbana (PGOU), ya caben los elevadores para mejorar la accesibilidad de un vecindario en el que, en buena parte de los casos, los problemas de movilidad se apuntan en la primera página del informe médico.
Inés Fernández, en su casa de la calle Felipe II. FERNANDO OTERO
Aunque algunos han decidido marcharse. Más bien se quedaron abajo, con más de 80 años, enfrentados cada jornada al reto de subir hasta el tercero, como le sucedió a una de las vecinas del número 8 de la calle Felipe II, en el barrio de La Palomera. Se fue y se lo alquiló a unos jóvenes, como recuerda Inés Fernández, la vecina de abajo, asomada a una escalera en la que no hay hueco. El único espacio se atisba detrás de la ventana que da al patio de luces. Ahí quieren poner la caja del elevador para el que ya han pedido presupuesto. Nada barato. Ni fácil, como señala la habitante del segundo, que desconfía de que vaya a salir adelante la propuesta porque la mayoría de los propietarios no viven en ellos, sino que los tienen arrendados, aunque aumentaría su valor. «Cuando vine, hace 30 años, me acostumbré porque tenía 20, pero ahora ya no lo estoy tanto», bromea, mientras sube el último peldaño y se mete en casa.
La problemática no se da tan sólo en los edificios plurifamiliares. En El Ejido, las hileras de casas bajas que se construyeron a mediados del siglo pasado, dentro de un régimen de cooperativa social, anotan varias peticiones pendientes para poner ascensor e, incluso, alguno que no ha esperado siquiera a la publicación de la aprobación definitiva de la nueva norma. Por la calle del medio, hay quien incluso «ha puesto el dormitorio en la planta baja para no tener que subir hasta el segundo», como explica Alejandro Valderas. Aunque apenas pasan de dos alturas las casas, la falta de accesibilidad ha rejuvenecido el censo, como detalla el vecino, tras recordar que «a más de una persona mayor se la ha llevado la familia para un octavo en otro barrio». «Pero allí, tienen ascensor», apostilla.
No parece tanto. Menos, en un primero. Pero Rosa María Fernández Soto, cuando vuelve de la compra, tiene que llamar al marido o al hijo para que la ayuden a subir la compra.