Memoria histórica
Los asesinados de Coyanza en Villadangos
Cuatro concejales socialistas y dos sindicalistas de UGT fueron detenidos y ‘paseados’ en cuestión de horas en 1936
( En memoria y reconocimiento de Rufino Juárez García, fallecido el 1 de septiembre de 2021. Toda una vida de lucha por encontrar y dar digna sepultura a los restos de su padre, Rufino Juárez Fernández, de 39 años, labrador, presidente de la Junta vecinal de Vegas del Condado, uno de los al menos 85 asesinados y desaparecidos por el fascismo en los montes de Villadangos del Páramo en el otoño de 1936. ¡¡Qué la tierra te sea leve, Rufino, compañero y amigo!!)
De seis vecinos de Valencia de Don Juan y de uno más, también como desconocido, se asienta su defunción en el Registro Civil de Villadangos del Páramo el día 20 de septiembre de 1936, trasladados desde la villa en un camión Ford de cuatro cilindros de la Fábrica de Harinas Industrial Valenciana, de Anastasio Ortiz (que había sido requisado) en la muy ventosa tarde del sábado 19, aprovechando al parecer que en la misma fecha hace con aquel vehículo su mudanza a León, donde se avecindaba Argimiro Astorga Núñez, chófer que lo conduce, y a quien acompaña su esposa en el viaje (que no tardaría en fallecer, pues aparece aquel en 1937 como viudo, y destinado en el cuartel coyantino después de que ingresara en la Benemérita tras la muerte de su mujer y de clausurar el negocio del Bar La Unión que estableciera con aquella, para transitar por otros diversos destinos —entre ellos el Cuerpo de Persecución de Huidos que actuaba en los años cuarenta por El Bierzo y La Cabrera— acabando en El Barco de Valdeorras, donde finaría después de regentar un hotel en sus afueras).
Valencia de Don Juan
Transportaba la camioneta entre algunos otros ajuares y muebles en su parte delantera un armario de luna de una sola hoja o puerta, y en la trasera fueron echados los lacerados prisioneros. Enfila con su doliente carga la carretera hacia Villamañán dejando atrás el mesón que a su vera se levanta y seguida a una cierta distancia por un coche en el que van tres familiares de Moisés Rodríguez Martínez, a quienes han indicado que los llevan a San Marcos y a la cárcel leonesa, y que observan como en Villamañán han sumado a los seis coyantinos otro infeliz preso que custodiado por dos guardias civiles de su cuartel los espera al borde de la calzada, y que será el séptimo en compartir desde aquel punto con ellos su fatal destino (se nos asegura que pudieran haber recogido a algún apresado más a su paso por Santa María del Páramo —desde donde se habrían dirigido hacia León—, destinado solo a San Marcos o también a ser desaparecido desde allí, quizá los vecinos de aquella villa Regino de Paz López o Lucio Rebaque Val, al parecer también asesinados en las cercanías de Villadangos en estas fechas).
Pierden aquellos de vista al camión en algún recodo de la ruta, y no lo verán ni en uno ni en otro reclusorio de León cuando a ellos llegan, ni tampoco en sus inmediaciones. Hay otra versión que varía en algo el relato de lo sucedido, según la cual los coyantinos conducidos a la capital lo serían en compañía de un joven de 16 ó 17 años, al que por su corta edad no admitieron para ser preso en San Marcos y que contaba más tarde del añadido que en Villamañán se había hecho.
Al día siguiente las familias de los victimados ya conocen que han sido hallados sin vida en un predio del Monte Campazas de Villadangos, una hondonada conocida como el Pozo Mulgar en la que los ejecutores los dejaron semienterrados por la noche, y que fueron sepultados en una fosa común «de su camposanto» (que llegaría a acoger en los meses siguientes los cuerpos de al menos 71 asesinados, paseados y desaparecidos, y sobre la que con el paso de los años se alzarían numerosos panteones), después de que les hiciera llegar la macabra nueva un vecino de Villar del Yermo, hermano del alcalde, que vio los cadáveres al pasar en su burro por allí y avisó a las autoridades en el pueblo, que dispusieron fueran recogidos los restos de los siete desdichados y arrojados a la fosa, y cuando se reunieron para tratar de conseguir un coche de punto en el que desplazarse a la localidad en la que yacían ya sus deudos no pudieron realizarlo, pues se encontraron con la negativa de los responsables del Ayuntamiento a facilitarles el salvoconducto necesario y obligado para dirigirse a Villadangos o a cualquier otro lugar (más tarde se desplazaría José Pérez Guayo en bicicleta a aquel lugar, y allí, preguntando, coincide con el de Villar del Yermo, quien le da razón de la ropa que vestía su padre, Víctor Pérez Barrientos, al ser asesinado).
Nieta del maestro
Era aquella una tragedia personal y familiar en muchos de sus detalles parecida a tantas otras como en otros muchos pueblos entonces se vivían y morían, y muy similar a la que en la misma noche de aquel sábado 19 de septiembre se desarrollaba en uno no muy alejado, Jiménez de Jamuz, en el que once de sus vecinos, no menos infelices e inocentes que los malhadados coyantinos, eran desaparecidos para siempre tras ser sacados de sus casas y arrebatados de los suyos.
Vinieron luego a conocer los familiares de los asesinados, los concejales socialistas Marcelino Quintano Fernández, Jesús Luengo Martínez, Víctor Pérez Barrientos, y Urbano González Soto y los ugetistas Frideberto Pérez Manovel, Moisés Rodríguez Martínez (así lo cuenta Josefa Rodríguez, hija de Moisés), que la camioneta llegó a presentarse con sus ocupantes en San Marcos y allí fueron tirados en una de las celdonas que habían sido antes cuadras de los caballos del Depósito de Sementales, en la que recibirían otra descomunal paliza, tras la cual, en el mismo camión después de descargar en algún lugar de León los muebles y enseres transportados, o en otro vehículo distinto (lo que nos parece más probable), serían los siete conducidos al que ya por entonces era cotidiano matadero en Villadangos del Páramo (y sus pedanías de Fojedo y Celadilla, en fosas de cuyos cementerios terminaban 14 ultimados más, del total de 85 que lo fueron en los campos del municipio), donde durante años creyeron que aquellos paseados eran vecinos de Valderas. De San Marcos avisarían al cabo de un tiempo a los allegados de Moisés Rodríguez para que recogieran una pelliza que allí había a su nombre y que aquel llevaba cuando fue conducido a León con los demás, lo que no hicieron, dado el inmenso miedo a «significarse» como desafectos que aún sentían. Nada más supo nunca la familia de Víctor Pérez de la manta que mitigaba el frío y el dolor de sus maltrechos huesos cuando lo encaminaron a la capital con los que serían sus compañeros de martirio.
Sus despojos, como los de los otros numerosos pobladores de la fosa, situada a lo largo de uno de los muros del cementerio de San Juan, y en la que se cavaban correlativos nuevos hoyos a medida que iban apareciendo más cadáveres, colocados a continuación de los anteriores, no habrían sido nunca retirados de la misma, construyendo los mausoleos encima de ellos (se nos aseguró en abril del año 2003 cuando indagamos sobre estos pormenores en el pueblo), una apreciación que no concuerda con lo mantenido por Rufino Juárez García, hijo de otro de los tirados a la zanja (Rufino Juárez Fernández, de 39 años, presidente de la Junta vecinal de Vegas del Condado, paseado el 22 de octubre de 1936 junto a Epifanio Llamazares Cármenes, de 55 años, vocal de la misma Junta), que concluyó de las pesquisas que él hizo muchos años antes que nosotros —en los cincuenta— que tales restos pudieron terminar en algún momento (posiblemente al erigir los mausoleos) recogidos y echados al osario, al parecer con escaso respeto y cuidado de los eclesiásticos responsables del cementerio entonces, según estos le dijeron.
Ubicación de la fosa
Consideramos importante señalar que las personas de edades avanzadas que en Villadangos nos informaron sobre aquellos hechos, de los que habían sido coetáneos, lo hicieron tan solo a medias sobre las particularidades relativas a la fosa común en la que tantos terminaron, omitiendo, tal vez porque lo consideraban a aquellas alturas de la historia detalle poco virtuoso o que pudiera resultar de alguna manera vergonzante para la localidad, que, como más tarde tuvimos ocasión de conocer, dicha fosa o zanja se situaba ciertamente «a lo largo de una de sus tapias», pero fuera del camposanto y ajena al mismo (los «rojos» asesinados no eran tampoco allí merecedores de ser sepultados en tierra sagrada), de tal modo que vino a quedar en su interior cuando años más tarde este se amplió por su zona sur para erigir los panteones sobre ella (así nos lo aseguraba Bernardino Gago Pérez, sobrino de uno de los asesinados, Frideberto Pérez Manovel, en octubre de 2014, según le había testimoniado hace años un empleado del Ayuntamiento que ya sumaba mucha edad).
Posiblemente ya habrían comenzado a ocuparse allí de menesteres como aquellos en hacendera de vecinos, «lo que hubo de terminar haciéndose dada la frecuencia con la que aparecerían en sus campos aquel otoño carretadas de cadáveres de paseados cuyas desesperadas e inatendidas peticiones de clemencia rasgaban las noches y el atemorizado sueño de los vecinos del lugar», según nos testimoniaba en abril de 2003 la señora Laureana Martínez, que pasaba ya de los noventa años de edad, quien también nos contaba del desagradecimiento que el franquismo tuvo con su marido, uno más de los muchos enrolados a la fuerza en el ejército rebelde para contribuir a su victoria, herido en la toma de Bilbao, retornado y muerto al poco por causa de esas heridas que (por sus antecedentes izquierdistas) nadie –comenzando por el médico del municipio– le reconoció como de guerra ni compensó con paga ni pensión alguna, condenada ella así a sacar a sus hijos adelante en la soledad de las estrecheces y miserias en parte parecidas a las que penaban los vencidos.
De los caminos que de la carretera León-Astorga que atravesaba el monte desembocaban en los predios Val de Hulleros, Vallemedio, Las Bogueras, Vereda de Raposeras y Camino de la Estación —además del Mulgar, junto a la Senda de la Sortija—, en cuyos bordes se perpetraron tantos crímenes, recuerdan aún gentes provectas de Villadangos haber visto de niños pasar camino del cementerio algún carro cargado de cadáveres, que se retiraban del campo por disposición del presidente de la Junta vecinal (al que los mismos empleados de la estación de ferrocarril avisaban cuando en sus cercanías aparecían al alba asesinados), mediando en ello «la compasiva coordinación del vecindario y la labor humanitaria y conciliadora del médico del pueblo, Tomás del Riego Cabezas (natural de San Féliz de Órbigo, ejercía desde 1929), y del párroco Manuel García Arias (nacido en León, lo fue de 1906 a 1945), que propiciaron que todos los ejecutados recibieran cristiana sepultura y contribuyeron a que no sufrieran represalias ninguno de los vecinos del pueblo, haciendo frente en ocasiones a elementos forasteros que pretendían castigar a algunos de ellos». Tal es el relato que oficialmente hoy se hace en Villadangos (Historia y testimonios sobre los hechos. Ayuntamiento de Villadangos del Páramo. 21-09-2020), discordante en algunos puntos del que antes hemos presentado, y parece que puesto en entredicho por la primitiva ubicación de la fosa común extramuros del sagrado y cristiano recinto.
Sobre los mismos hechos hay otro relato que difiere del anterior, sobre todo en lo referido a la actuación del sacerdote. Es el que hace Marina Cid (en Twitter (@MarinaCid1). 26-09-2020):
«Mi bisabuelo Ramón Martínez Farrapeira fue maestro republicano entusiasta de la Institución Libre de Enseñanza, primero en Villafranca del Bierzo y más tarde en Villadangos con el fin de acercarse más a León, durante la Guerra Civil. Se dedicaba a enseñar tanto a niños como a adultos; a medir las tierras, a contar; promovió la creación de un embalse para dar de beber a los animales y regar las tierras en verano. Él era ateo, aunque siempre llevaba a los alumnos a misa y los esperaba en la puerta de la iglesia, surgiendo así ciertas «discrepancias» con el cura del pueblo... Empezaron los fusilamientos, con carros cargados de gente por las noches. No sabían dónde los llevaban y el miedo los hacía estar en silencio, hasta que un día lo descubrieron. A partir de entonces mi bisabuelo y el médico Tomás del Riego cuando escuchaban marcharse a los militares acudían al lugar para comprobar si alguno seguía con vida y para recoger botones, fragmentos de tela..., algo que pudiera resultar singular y sirviera a las familias de aquellas personas para saber que había sido de sus seres queridos. Con todo ello hicieron un registro ordenado que mantuvieron escondido.
Posteriormente, mi bisabuelo fue denunciado por estas actividades. Entre los denunciantes siempre se dijo que estaba el cura párroco, aunque no se pudo demostrar. Tuvo que huir a León con su mujer y tres hijos, donde hubo de permanecer escondido durante largo tiempo en un sótano de la cocina. Por mediación de la familia de su mujer, consiguió no ser detenido y probablemente evitó su asesinato. Fue destituido de su cargo en Villadangos y como castigo quisieron enviarle de maestro a un pueblo perdido en La Cabrera, a lo que renunció por no llevar allá a su familia y por coherencia con sus ideales, siendo entonces apartado de la enseñanza para siempre».