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ANÁLISIS Fernando Miguel Hernández (*) PATRIMONIO EN RUINA

¡Ya cayó! Y van...

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León

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Nos sorprendían los gallos del amanecer tratando de ordenar las numerosas casualidades encadenadas que habían hecho posible el absurdo........ Así reza un párrafo de la conocida novela de García Márquez, Crónica de una muerte anunciada. Hace seis años, en octubre de 1996 y tras cuatro meses del estudio arqueológico de su arquitectura, de indagaciones archivísticas y de conversaciones con las personas que allí habían vivido desde comienzos del siglo XX, cerraba un voluminoso informe sobre el llamado Palacio de Don Gutierre, que me había sido encargado por la empresa propietaria del inmueble, en colaboración con el arquitecto Alfonso Valmaseda y el delineante Jorge Vega. En los últimos párrafos señalaba que «la complejidad constructiva de su biografía y el inapelable paso del tiempo, sumado al abandono de los últimos años, han lesionado seriamente su imagen, pero no han dañado irremediablemente a su estructura... Incluso, la mayoría de sus elementos singulares, prácticamente todos de madera, ostentan, a falta de comprobaciones más expresas, un aparente buen estado de conservación». Y seguía diciendo que «creemos que el Palacio de la plaza Don Gutierre dispone de los elementos necesarios, espaciales, estructurales y singulares para ser tenidos en cuenta en su uso y destino futuro. Consideramos que cualquiera que sea su destino, debe intentarse la recuperación de sus espacios originales, en particular el patio porticado y sus galerías superiores, así como el vergel; igualmente, debería mantenerse la división tradicional del cuerpo principal en dos crujías, así como todos los elementos singulares que se encuentren en buen estado (techumbre plana de jácenas, cargaderos de madera tallados, columnas, pies derechos con sus basas de sillería molduradas, rejerías, capilla privada...)». Concluía remarcando que «consideramos que sería conveniente reconsiderar cualquier uso venidero que no condujera a la rehabilitación de sus espacios y ambientes originales. Esta propuesta colisiona frontalmente con el proyecto actual de su conversión en veinte viviendas y locales de promoción privada...». Todo ello era coherente con el rango patrimonial de BIC (Bien de Interés Cultural) que le asignaba la Administración autonómica y de Edificio Histórico o Singular con nivel de protección II -el más alto después de la Catedral- que se le concedió en el Plan Especial de Ordenación, Mejora y Protección de la Ciudad Antigua, aprobado por el Ayuntamiento de la ciudad. Esa misma tarde voces profesionales y expertas en patrimonio, una vez conocida cuál había sido mi posición en el informe, me anunciaron su muerte, más tarde o más temprano, empleando argumentos que no puedo reproducir aquí. Pero yo, como casi todos los ciudadanos, confiaba en las instituciones públicas y en el cumplimiento estricto de la Ley de Patrimonio, independientemente de quién sea el propietario de un edificio, de qué intereses económicos hubiera o quién fuera el arqueólogo o arquitecto que efectuaba la propuesta de conservación. Porque, naturalmente, los que custodian nuestro patrimonio nunca se van a dejar influir por personalismos, subjetividades, manías persecutorias o intereses inconfesables. Sólo tenía una preocupación: ¿Lo que la ley considera patrimonio histórico, tiene esa misma valoración por los funcionarios y políticos encargados de cumplirla en León? Durante los últimos veinte años en la ciudad y en la provincia leonesa estamos asistiendo a una revisión y disolución o vaciamiento del concepto de patrimonio. Hay uno con mayúsculas, el romano -no siempre- y sus nobles murallas, lo románico, algunas iglesias -no todas- y desde luego lo que esté construido con buena sillería, tenga molduras decorativas y columnas de piedra, y que sea «bonito» y «le guste» a alguien con capacidad de decisión al respecto, y, mejor, que sea antiguo, romano o medieval a lo sumo. A este grupo se suman recientemente algunos edificios, o mejor sus fachadas- del siglo XX que proporcionan una idea de conjunto a determinadas calles. Y otro con minúsculas y discutible: el de la arquitectura solariega de mampostería o de otras fábricas menos nobles (tapiales, entramados), las humildes y «reiterativas» cercas medievales (¡pobre cerca!) y el que «sólo» tenga una antigüedad de hace doscientos, trescientos o cuatrocientos años. Este es menos patrimonio. En León, también se cuestiona cuánta porción o qué partes de un monumento son más patrimonio que la otra. La doctrina más reciente, avalada con sobrados ejemplos en los últimos años en estos lares, sostiene que lo más patrimonio-patrimonio es la fachada, que el resto es menos patrimonio. Y para lograr eficacia, esta «nueva escuela» ha introducido una idea instrumental: es igual de válido el original que la copia. La Ley de Patrimonio se ha metamorfoseado en ley de mercado. Por eso me preocupaba que un palacio que conservaba su organización espacial y estructural íntegra, que mantenía sus suelos empedrados y sus techos originales de madera de buena viguería y con ménsulas decoradas y pintadas, con pies derechos con zapatas de madera y basas y plintos de piedra, con galerías de madera en dos plantas, etcétera, todo relativamente bien conservado pero camuflado bajo los tabiques y techos de escayola del siglo pasado, no fuera a ser considerado Patrimonio con mayúsculas. Porque está construido en mampostería y ladrillo, como muchos barrocos, pero no en buena sillería y, además, «sólo» era en parte del siglo XV y el resto de esos siglos de época moderna, siglos XVI, XVII y XVIII. Este palacio que se ha caído -¡qué versátil es el castellano!- no es el de Don Gutierre pues éste se situaba en el ángulo de la calle Cascalerías con la Plaza, en el lugar del Edificio Cárdenas, tal y como ya señaló y describió José María Cuadrado en 1855, y que fue destruido a finales del siglo XIX. De él sólo quedan unos restos de su fachada clasicista, que se custodian en el claustro de San Marcos del Museo de León, con la inscripción omne solum viro forte patria est (la patria sólo es para los hombres de valor). Tras su desaparición, el pueblo de León debió trasladar ese calificativo al único palacio que quedaba en la plaza, y que está adornado con un escudo -ya fue publicado por Cadenas y Vicent, en 1943- perteneciente a la familia Villafañe Tapia Herrera, la que lo construyó. El tal don Gutierre que da nombre a la plaza procede de una de las grandes familias nobiliarias de León, los Castro, en concreto a Gutierre Fernández de Castro, un magnate de la corte de los siglos XI y XII, cuya importancia fue continuada por sus hijos, sobre todo por Fernando Rodríguez el Castellano, que fue famoso por su gran valor y dotes guerreras, como destacó el cronista medieval Jiménez de Rada. Su figura se transformó en casi legendaria con la novela histórica de Ramón Alvarez de la Braña, Roland y Don Gutierre. Novelitas históricas, publicada en el año 1896. Si las sucesivas reformas fueron respetando gran parte de lo precedente siempre subsiste la estructura y la mayoría de los elementos singulares, que quedan mistificados por las obras posteriores: intercolumnios macizados entre tabiques, techos escondidos bajo escayolas, puertas y ventanas cegadas, ventanas rasgadas como puertas... Pero un estudio arqueológico de sus fábricas, empleando catas de sondeo en sus muros y techos puede devolvernos su organización primigenia y llegar a comprender sus etapas de crecimiento. Nunca el resultado es definitivo, pero si la metodología ha sido rigurosa y la documentación es contrastable, es posible acercarse a lo que se denomina la verdad histórica, una interpretación razonable. Y esta es la que les propongo aquí. Palacio siglo XV-XVI. Posiblemente, en la Baja Edad Media, en torno al siglo XV existía un edificio con una torre, la conservada, que pasó a formar parte de un palacio que tenía un patio central porticado, del que se conservan, embutidas entre los muros de los bares Torreón y Don Gutierre, sus columnas de madera con zapatas decoradas y basas talladas con altos plintos, así como una sala trasera a la torre. Debía tener su entrada por la Calle Revilla, hoy Juan de Arfe. Palacio clasicista de la familia Cabeza de Vaca (siglos XVI y XVII). Este linaje nobiliar pudo ser el propietario del edificio anterior, pero no tenemos constancia de ello. Sí, en cambio, sabemos que residió aquí desde el siglo XVI. En esa centuria debieron ampliar el palacio anterior y construir un cuerpo nuevo en el costado oeste de la torre, del que se conserva parte de su fábrica. En el año 1678, como hemos podido documentar, este palacio se vendió a Diego de Villafañe y Tapia Herrera de Quiñones. Palacio barroco de Diego Villafañe y Tapia (finales del siglo XVII, siglo XVIII y primeras décadas del XIX). Este caballero, miembro de la pequeña nobleza local, señor del Ferral y regidor de la ciudad, levanta completa la primera planta del cuerpo principal y queda organizado el conjunto en cinco grandes espacios: el cuerpo principal o palacio de ladrillo, con la fachada que da a la plaza, el Torreón, el cuerpo septentrional, un patio pequeño porticado al norte con galería en el piso superior y un patio grande o vergel con un pozo, detrás del cuerpo principal. Este palacio conserva -de manera encubierta- todas sus puertas, suelos empedrados y techos con techumbres planas de alfarjes (no armaduras), con jácenas apoyadas en canes moldurados, su zaguán y cochera en la planta baja, su planta noble dividida en varias estancias, sus cámaras o dormitorios en la torre, su cocina y cuartos de

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