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Margarita Merino de Lindsay WONDERLAND

Defendamos la belleza del mundo

Publicado por
León

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LA costa más bella e indomeñable de España, la de los acantilados más espectaculares y el marisco más delicado, la que más amo por su ronca voz recurrente y su apasionada presencia en la memoria de mi infancia, la tan querida por propios y extraños, ha sido tocada por los dedos aciagos de la mala fortuna, la estupidez, el furtivismo de la ilegalidad, la falta de dirección capaz, recursos e infraestructuras que la cuiden y protejan, y está siendo asolada por una sucia plaga de aceite y petróleo en una negra marea interminable, ay. Me suena esa letra de «entre todos la mataron y ella sola se murió». Es tarde para inventariar hechos puntuales que acaso -¿otra vez, para que siga la bola?- seguir án sin corregirse en la roñosa inercia habitual de las administraciones, acostumbradas a la ley del marquesado en cartucheras, fincas heredadas por señoritos que cazan gambusinos en general para distrarse de los fatigosos problemas de gobierno, pero que en algún momento deben gestionar una planificación sensata con los responsables y expertos cuya función consiste en prevenir lo que tampoco solucionan. Que no minimicen el desastre tremendo y unas consecuencias todavía por venir. Y tiemblen. Ahora es la gente normal la que quiere pelear con sus brazos y su coraje encabritado en pena para intentar salvar un mar, un paisaje, un modo de vida, que les toca como propio, gente sensible que muestra su civismo y su corazón acuartelado en el servicio público más generoso la que pone su granito de arena en la arena, la que forma filas en la operación de limpieza solidaria contra la catástrofe ecológica del siglo hacia la que se dirigen autobuses de voluntarios. Y ese espíritu aupado, ese esfuerzo reunido admirable, constituye el único esperanzador resultado de un tan feo asunto que viene a agravar la enfermedad generada por toda la porquería con la que maltratamos el mundo o lo maltratan sus torpes dueños a los que en realidad sólo toca la fibra vigilante la suerte de sus ranchos y sus fincas privadas. Durante muchos años he gritado -como tantas personas conscientes inútilmente gritan- la necesidad de proteger y respetar la naturaleza, que es nuestro espejo, nuestra despensa, madre nutricia, causa y efecto de nuestra salud o su carencia, y muchas letanías exactas cuyo recitado no cabría en una enciclopedia. Un día escribiendo a vuelapluma para los ni ños la letrilla de una canción muy sencillita decía así: «Nos han prestado el mundo / para tratarlo con amor y con cuidado / otras generaciones / habrá n de heredarlo / cuando nosotros / nos vayamos. / No podemos entregarlo / enfermo de contaminación/ malherido de misiles y basura,/ entristecido de lágrimas/ y muerte». Se me olvidaba que la gente corriente, los niños y los poetas, los filósofos, los pescadores, las maestras y las fruteras, los músicos y los gaiteros, los camioneros y las enfermeras no deciden jamás sobre la suerte de los mares, ni sobre el futuro de ríos, montañas y arboledas. Pero los niños y yo cantábamos: «Defendamos la belleza / del mundo, la salud / y la vida de su naturaleza / que es la nuestra». Sin enterarnos de nuestra ilusa imposibilidad cantábamos: «hemos venido a la tierra / para ser hermanos / de otros niños que jamás / conoceremos. Niños de todos los colores, / cobrizos, amarillos, blancos, / negros, colorados, albinos / y mestizos». Ya sabíamos que la solidaridad era la fórmula que podíamos aplicar en una tierra apaciguada en la concordia: «Sólo en la paz podremos / construir un mundo / en que quepamos todos». Cantábamos para concienciarnos en sentir el dolor y el mal ajeno como propios y así, aunque no podamos salvar de la peste siniestra a las gaviotas y los alcatraces, se sentirán menos solos en este cuidado viático que les damos y también los que miran su costa que se queda varada en la negrura pegajosa, tan triste, repentinamente sin alas.

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