Francisco Sosa Wagner SOSERÍAS
La siesta y las buenas maneras
HAY muchas desgracias pero esta columna que es humo no está para dar cuenta de ellas sino para hacer señales placenteras y airear lo que de ameno nos ofrecen la vida. El año se cierra con algunas buenas noticias que llevan al ánimo una especie de bálsamo y sobre todo de reconocimiento de que el esfuerzo que muchos protagonizamos no es baldío. Puedo decir que llevo años, novenarios, hierbas, lunas, abriles, proclamando la necesidad de la siesta como elemento indispensable para la cordialidad. Mi tesis ha consistido en defender que, en lugar de libros de urbanidad, es preciso llevar a los hogares el evangelio de la siesta porque de ahí, de su práctica, se sigue ya todo lo demás. Quien ha dormido un rato de siesta a la terminación de un bendito plato de callos o de una patata bien cocida y sabiamente alimentada con el tuétano del hueso de un animal cortés, ya puede afrontar la tarde con la mejor disposición y no habrá discurso de político ni admonición cardenalicia que le indigne ni traicione su buen humor. Podrá incluso leer, sin irritarse, o sea con el máximo reconocimiento, cualquier novela premiada. Ahora, la siesta ha sido elevada por el Senado (a finales de noviembre) a la condición de norma fundamental, al lado del equilibrio presupuestario y del decreto-ley. Se advertirá que cuando se sostiene que las Cortes pierden el tiempo con sus discursos, todos distintos y todos iguales, se está violando el recinto donde llamea la verdad. Malgastarán los parlamentarios sus esfuerzos cuando aprueban leyes porque estas no hacen sino turbar el ánimo de los ciudadanos que ven en ellas una trampa donde un día caerán ya que eso que se llama Derecho, festín de togados, es en rigor un campo de minas. Pero cuando el poder legislativo piensa en los intereses públicos, entonces no hay más remedio que desplegar las alas de agradecimiento y reconocer su labor benéfica. Fue una sesión la del Senado un poco pintoresca con los senadores en ese duermevela que tan fecundo resulta para dar a luz las más inspiradas acciones. En ella se instituyó además un instrumento que suena raro pero que empieza a incorporarse a las grandes creaciones del lenguaje burocrático: el Observatorio de la Difusión de la Siesta, debe de ser un promontorio desde el que la autoridad pueda divisar quiénes están y quiénes no durmiendo la siesta al modo en que lo haría un nuevo diablo cojuelo de esta modernidad atrevida disfrutamos. Pronto veremos la Orden de sesteadores y la medalla a quienes mejores filigranas alcance. Reconozco que sueño en mis siestas con ostentar el rango de Vizconde de la siesta. La siesta va camino de convertirse en derecho fundamental, a añadir a los alumbrados por la Revolución francesa, y ya que vivimos en un régimen monárquico habría que incluirla en el patrimonio de la Corona, junto al Palacio de Oriente y sus glorias más conspicuas. Pero lo más importante es crear la Denominación de Origen de la siesta española para evitar la aparición de espabilados que presenten como verdadero lo que es espurio. Porque yo recuerdo de mis etapas alemanas cómo dormían sobre sus pupitres los estudiantes al volver del comedor universitario, un descanso que no podemos considerar siesta en sentido estricto porque estos jóvenes, en primer lugar, se habían alimentado de una forma extravagante, y, en segundo lugar, dormirse sobre los libros alemanes no tiene mérito, lo raro es que quienes han de sufrirlos no se conviertan en asesinos múltiples. Por eso cuando hablo de la siesta, me estoy refiriendo a la española, a la de mayor rigor litúrgico, a la inventada por esos viejos canónigos que, a base de mantener muy limpia la conciencia, lograban entornar sus ojos con determinación aunque fuera a costa de cerrar el paso a las luces evangélicas. Siesta que podríamos llamar rito, siesta ofrenda que debe iniciarse con la señal de la cruz. Una siesta con ritmo, con la cadencia medida, una suerte de adagio que va cogiendo armonía para acabar en el acompañamiento del bajo continuo de unos ronquidos quebrados como rumores de una campana. Siesta recompensa, como la que merece por haber leído esta sosa sosería.