Último gol en La Puentecilla: el mítico bar cierra la puerta a la historia
El recuerdo queda ya en el imaginario vecinal con la jubilación de Luis
Cuando ascendió a Primera División la Cultural, en el año 1955, Ezequiel, El Tranvía, se adelantó a la inauguración del nuevo campo para bautizar con el nombre del barrio una referencia que se creía inmutable. La Puentecilla primero fue un bar, luego un estadio y, pese al hueco que dejó la demolición de las gradas para levantar pisos en 2001, hasta este sábado todavía pervivía como una puerta abierta a la historia.
La cerró Luis González Fernández al salir, después de 68 años de vida arremangada sobre un barra por la que ha acodado ese León que conoció el antiguo matadero, que aprovechaba la parada de los autobuses de Fernández para tomar un café antes de ir a la plaza Mayor a hacer las compras, que se asomaba a los toldos del melonero y a los capazos del carbonero, que se mojó los pies en la presa Blanca que movía el molino, que cantó los goles de Ovalle y Marianín.
El recuerdo queda ya en el imaginario vecinal con la jubilación de Luis, quien cogió el testigo de El Tranvía en el año 1975. Con sus hermanos como socios, primero Manolo y después Doro, el hostelero leonés acumula una trayectoria que, hasta hace 13 años, después de que el estadio se cerrara no tenía descanso alguno. Menos el domingo, día de partido, cuando los aficionados de la Cultural entraba por una puerta, tomaban el café y el orujo a la carrera, salían por la otra, volvían al descanso para coger fuerzas y todavía aprovechaban al marchar para casa para «discutir las jugadas». «Entonces, sí había afición, no al Real Madrid uy al Barça como ahora, sino a la Cultural», subraya Luis, quien recuerda cómo los jugadores históricos pasaban por el bar e, incluso, la tarde en el que los madridistas «Gordillo y Maceda, que estaban lesionados esa pretemporada al volver de Cabeza de Manzaneda, entraron a tomar algo con toda una recua de guajes detrás».
El trasiego menguó con la caída de la grada norte del Antonio Amilivia, en la que se enseñoreaba el marcador dinámico, pero la clientela del barrio se ha mantenido fiel. Antes de la pandemia, tras la sobremesa, se llenaban las 14 mesas del bar para las partidas, pero «Pedro Sánchez» se las redujo «a la mitad», como ironiza Luis. «¿Quién juega la partida?», pregunta desde el otro lado de la barra, mientras le responden los arrastres y los cánticos de las 40 que golpean sobre media docena de tapetes animados, con mirones de los que ya ni siquiera pueden dar tabaco desde fuera.
El sector ha cambiado «por completo» desde que se abrió La Puentecilla. «Ahora ya no es hostelería. Cuando empecé se daban tapas de doce de la mañana a dos de la tarde, con el alterne, una cosina, y la gente iba más contenta que otra cosa. Ahora, hay que regalar la tortilla con el desayuno y luego de todo. Se ha ido quemando el negocio», analiza desencantado Luis.
Con sigilo, sin anunciarlo hasta el mismo viernes, el camarero despacha con profesionalidad los últimos cafés y chupitos. Alguno de los clientes «ha llorado y todo» porque, más que clientela, Luis sabe que «muchos son como familia». Desde este lado de la barra, Miguel García asiente. Venía ya con su padre y no pasa sin el café del bar de toda la vida. «Nos cierran», reseña, emocionado a la par con el hostelero, con esa segunda persona del plural en la que caben todos los que llenan el establecimiento a primera hora de la tarde.
Otro de los parroquianos, tras reposar la cachava en la barra, deja un adiós vibrante al salir: «Disfrutad de la vida en el terreno que vayáis a pisar». «Este es un sitio de barrio con gente mayor. Los médicos nos han quitado todo el prestigio», bromea el veterano hostelero. No habrá relevo, ni traspaso. Luis sentencia que «estas cosas han pasado a la historia». «Lo que se cierra pasa a la historia», resume. La historia que recuerda que aquí estuvo La Puentecilla.