Diario de León

RETABLO LEONÉS

Memoria de la plaza del Conde

La controvertida remodelación de la plaza del Conde, que no acaba de encajar en los modelos funcionales que exigen los tiempos, ni acaba de contentar a quienes tienen allí su modus vivendi y sus derechos adquiridos, nos da pie par

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Enrique Alonso Pérez Redacción - LEÓN.
León

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La plaza del Conde, hoy ocupada por el antiestético tendejón del zoco cubierto, fue primero patio de armas de la más rancia estirpe de la nobleza leonesa: los Quiñones, que en el siglo XV recibieron de manos del Rey Enrique IV el título de Condes de Luna en la persona de Diego Fernández Vigil de Quiñones. Pero ya en el siglo XIV, el Rey-Alcalde de León, Alfonso XI, en su profunda remodelación de la ciudad, había diseñado esta plaza en el mismísimo corazón del barrio de Palat del rey, que llenaba un espacio cuadrangular limitado en dos de sus lados por la muralla romana. Y allí, justamente en el ángulo suroeste de los viejos muros, levantó su polémico palacio el Adelantado Mayor del Reino de León, y tercer Merino Mayor de Asturias, Pedro Suárez de Quiñones, fundador del Estado de Luna. Y en verdad que fue polémico, pues el propio sobrino del Adelantado, el legendario Ares de Omaña, se opuso con fuerza a la construcción de este palacio que su tío fortificaba apoyado en la muralla. Esta oposición, según crónicas y romances de la Baja Edad Media, le costó al de Omaña la cabeza, pues fue decapitado en el torreón de Ordás a los 30 años en una encerrona perpetrada por su ofendido tío y los incondicionales seguidores. Muchas serían las anécdotas y sucedidos en torno al palacio más representativo del linaje de los Quiñones, y de los que fue testigo nuestra plaza. Basta decir que en el antiguo cuerpo del edificio, casi dos siglos antes de la construcción del torreón almohadillado, vivió don Diego Fernández de Quiñones, casado con doña María de Toledo, y allí crecieron sus diez hijos, entre los que se encontraba el celebérrimo Suero de Quiñones, el que un buen día, bien pertrechado y en perfecto orden militar, arengó a sus hombres y mantenedores, que desde el empedrado de la plazuela, escuchaban atentos la estrategia a seguir en la más original y galante de las hazañas medievales: la del Passo Honroso de la Puente del Órbigo. Otro suceso digno de mención, en una crónica retrospectiva, es el que ocurrió en la época de Carlos I, cuando el tercer Conde de Luna, Francisco Fernández Vigil de Quiñones, trató de ignorar el asesinato que se estaba cometiendo en su casa, y en presencia de su esposa, en la persona del Obispo Rodrigo de Vergara, que se había refugiado en el palacio perseguido por los sobrinos del Canónigo tesorero, Cabeza de Vaca, muerto por orden del propio obispo, que al verse acosado salió de la morada episcopal por lo alto de la muralla hasta llegar a la casa de los Luna. Mientras, el conde, sin perder su habitual compostura, paseaba por la plaza, tan campante. El máximo esplendor de la plaza y palacio que describimos, llegó con el acceso al condado, del IV Conde de Luna, Claudio Fernández Vigil de Quiñones, que representó al rey Felipe II en el Concilio de Trento, y estaba casado con Catalina Pimentel, nieta del famoso Conde Duque de Benavente. En esta época -según documento conservado en el archivo del marqués de Alcedo- el conde tenía a su servicio 58 personas: tres mayordomos, un trinchante, un caballerizo, un repostero general, un repostero de estrado, un despensero, un cocinero, dos pinches de cocina, dos mozos de cámara, un cazador un mozo de caza, un sastre, nueve pajes, un mozo de capilla, un gañán, seis mozos de espuelas, tres acemileros, tres mozos de caballos, un recaudador, cinco letrados, dos médicos, un maestro de gramática, seis alcaides y cuatro aparceros. Cabe suponer que la condesa tampoco se quedaría corta en doncellas, amas de llaves, niñeras y damas de compañía... Después vinieron las vacas flacas y el condado de Luna, que hoy forma parte de los títulos adscritos al Ducado de Alba, se diluyó paulatinamente en las ramas que se fueron formando en sucesivos matrimonios. Los Pimenteles de Benavente, a lo largo de la Edad Moderna, absorbieron gran parte del poderío de la Casa de Luna, que llegó a dominar y administrar una jurisdicción de 200.000 hectáreas. A principios del pasado siglo XX, la plaza del Conde, recuperada por el pueblo llano, servía como solar de esparcimiento y recreo a todas las manifestaciones populares. Veamos si no lo que el malogrado poeta leonés, Isaac Martín Granizo, escribía un sábado 14 de noviembre de 1903, con motivo de la visita a León del impresionante circo krone, que desde su Alemania de origen, recorría España: «En la plazuela del Conde/ lugar apartado y serio/ plazuela que inmortalizan/ las castañas y buñuelos,/ de madera rodeado/ y de telones cubierto/ se alza un circo de primera/ de lo mejor en su género./ Allí por siete perrinas/ o setenta y cinco céntimos/ (si en silla presumir quieres/ como señor de dinero)/ ves al bomba, a ese payaso/ que da mil saltos morteros/ a don Mauricio, un acróbata,/ que es a caballo un portento/ y a los hermanos Teresas/ que son de primo cartello/ que saltan como pelotas/ que son duros como el hierro/ y que al que den un sopapo/ le largan al cementerio./ Allí verás al borrico/ que con aires de maestro/ suma, resta y multiplica./ ¡A cuántos gana el jumento!/ y allí verás otras cosas que quedan en el tintero/ temiendo que haya lectores/ que al ver como les incienso/ crean que me subvencionan/ con la entrada por lo menos./ No señor, a este espectáculo voy por treinta y cinco céntimos/ y si tú, lector, no lo haces/ y al fin te quedas sin verlo/ o es que andas mal de humor/ o andas peor... de dineros/. Finalmente, los restos del palacio y torreón, pasaron a manos de sus vecinos, la familia Carballo, que los adquirió, junto a la mayor parte de los bienes patrimoniales de Babia y Luna, a finales del siglo XIX. Hoy la fundación Álvarez Carballo, administra esta especie de caricatura blasonada que se resiste a una vulgar jubilación bananera, esperando pacientemente esa redención tantas veces apuntada, para recuperar con cierta dignidad esta reliquia de nuestra historia, antes de que le dé un tembleque, como a don Gutierre.

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