Luces, sombras y quehacer educativo

Eran los primeros años en los que comenzó a proporcionar educación y cultura en los pueblos, dos conceptos siempre muy unidos como siameses que se complementan en una simbiosis perfecta. Dos siglos de andadura en la gratificante y necesaria labor docente, dejan abundante huella de su paso en las aulas. Maestros y alumnos, en una apretada y continuada convivencia, derrocharon ese calor humano que fue seña de identidad en las escuelitas -unitarias o mixtas- de nuestros abuelos. La cercanía y familiaridad de lo que hoy se conoce pomposamente como comunidad educativa, es decir, padres, maestros y alumnos, parecían tener un código preestablecido de respeto mutuo, disciplina en el trabajo y apoyo incondicional de las partes; todo dentro de un contexto encajado en el cariño que prestaba la cercanía y la visión directa de los problemas familiares. La figura del maestro, potenciada por esa autoridad que le conferían los padres espontáneamente, sin necesidad de asociaciones que a veces desvirtúan la propia naturaleza y contenido de una programación muy elaborada por profesionales, funcionó con la calidez propia de toda obra que pone por bandera los principios humanistas, sin más pragmatismos rebuscados. Curas estudiosos de latines Aquellos que quisieron estudiar latines, como lo hicieron muchos de nuestros sacerdotes de la primera mitad del siglo XX, -entre ellos el recordado cura de Villaquilambre, don Patrocinio- no tenían que ir muy lejos, pues la marquesa de Torío había dejado una fundación en el vecino pueblo de San Feliz de Torío, donde en régimen de preceptoría se formaron innumerables aspirantes procedentes de la jurisdicción del Bajo Torío y que pudieron acceder a este mundo gracias a estos posibles.