Diario de León

Victoriano Crémer CRÉMER CONTRA CRÉMER

¡Ya no estamos para Fitures, don Manuel!

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León

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Por muchas vueltas que le demos al fenómeno de la vida y de los milagros, cada uno tiene su cuerda y su destino. Y de nada le vale apelar a la Patrona del poblado, encendiendo cirios y recitando rosarios de los nuevos con todas sus avemarías y sus misterios; que si le da por fallar al corazón o se le cierra a uno el tubo de respirar, acaba por morir como cualquier hombrecillo de la calle o como la más graciosa de las palomas torcaces. Y lo tremendo del morir, no es solamente que se muere con cada uno el mejor amigo, sino que los conocidos, los allegados, pierden una referencia en la que se habrán venido apoyando durante los mejores años de su crecimiento. Lo que sucede, o al menos es lo que me pasa a mí, es que ¡cuesta tanto trabajo abandonar este mundo! Se dirá de él, que es nauseabundo, injusto, cruel y nada sentimental, pero nos aferramos a sus faldones con tanto ahínco que solamente la frecuencia de la S.S. (Seguridad Social) es capaz de torcer los rumbos que nos están marcados. Y así que nos llega la edad de las clausuras, debemos tener la suficiente humildad e inteligencia para verlas pasar sin pretender llevarlas al huerto. ¿Para qué, don Manuel, como no sea para robar peras...? Precisamente lo que descubre nuestra gloriosa senectud, o sea que somos viejos ya de por vida, es esa docilidad con la cual nos conformamos y desviamos nuestros entusiasmos hacia los nietos y hacia las viejas catedrales. ¡Porque no damos ya para más, don Manuel! Y resulta para todos nosotros, los que ya estamos a punto de doblar el espinazo de la cordillera, es un dolor asistir al declive de aquellos que fueron en nuestros tiempos jóvenes ejemplos de fortaleza, de valentía, de capacidad. Y saber que hagamos lo que hagamos y nos digan lo que nos digan, los que quedamos nos quedaremos solos. Que no son los muertos los que se quedan solos, sino los vivos, los que pretenden heredar los bienes y las prerrogativas del difunto. Y fieles a la consigna sabia de la resistencia, nos negamos a entregar nuestros poderes, quizá porque pensamos que con nuestra desaparición se acaba el mundo. Y no, don Manuel, el mundo sigue rodando y rodando, aunque nosotros estemos criando malvas en la cuneta, camino del cementerio. De modo y manera que cuando ayer le contemplé en la Gran Feria Nacional del turismo, quebrar el discurso con el rostro endurecido, la mirada perdida y la color borrada, vacilando en la apostura, usted don Manuel, que nunca cedió ni se dobló aunque se lo demandaran cien mil gaiteros galaicos, pensé que nos había llegado el momento de las graves reflexiones sobre la fragilidad del ser humano. No somos nada, don Manuel, y los políticos, aunque se empeñen en parecer lo contrario, menos. Ni se puede ser genio todos los días, ni la Providencia nos tiene reservados para representar a la especie. ¡Morir habemos, don Manuel! y en esas estamos. Yo he sido en varias ocasiones testigo de su avasallador impulso, de su inquebrantable voluntad, de su indomable temple, que no a todos les parecía motivo de asombro, sino de todo lo contrario. Y puedo dar fe de que en momentos verdaderamente fundamentales, en su largo recorrido político, cuando quizá comenzaron a fallarle algunos de los mecanismos que tan cuidadosamente preservó para futuridades, usted se alzó con un grito levantisco. Fue quizá en León donde por vez primera se planteó el dominio del idioma para instrumentar su discurso. Y aun cuando éste, el discurso, siempre le salió trabucado, podía entenderse entre la enredada maraña de las palabras una voluntad de hierro, preparada para el mando absoluto. Quizá fuera eso lo que le falló en la Feria: la voluntad y el poder físico. Se dobló, pero no se rompió y apenas renacido de su propia debilidad, se apresuró a asegurar que se encontraba fuerte como un toro y dispuesto, también como un toro, a acometer el futuro. ¡Y no, don Manuel, para nosotros, los hombres de ayer, no hay más futuro que nuestra propia sombra! Lo siento don Manuel y le deseo de verdad sosiego para verlas venir.

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