Diario de León

Victoriano Crémer CRÉMER CONTRA CRÉMER

San Valentín, vísperas de la gran matanza

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León

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De verdad de verdad que lo siento. Pero, celebrar la Fiesta o Día de los enamorados del mundo, precisamente en las vísperas sicilianas de la gran matanza decretada por el emperador del Universo mundo, la verdad, digo, me parece una herejía, un insulto, una cruelísima burla. Aquí nadie quiere la guerra, pero todos, de grado o por fuerza, se preparan para ella. Y cuando más de dos millones de seres humanos, se colocan el casco y empuñan el fusil, los enamorados, que sin duda, todavía quedan, se intercambian madrigales, flores y regalos como si no pasara nada. Y los más avanzados, en lugar de prepararse para la guerra, se preparan para el amor. Porque el amor, sean cuales fueren sus resultados, es siempre en las glorias de este mundo, el que mal vive. Vive sin vivir en él, como Santa Teresa la enamorada del Dios nuestro de cada día. Y resulta extraña la unanimidad de los personajes principales de la tragedia que se anuncia a la hora de la tremenda representación, creyendo, se supone que firmemente, en la condición ejemplarizante de la guerra, cuando todos sabemos que las consecuencias naturales de la guerra no son otras que la muerte y la desolación. Que en un trance tan pavoroso como el que se prepara, si Dios y Alá no lo remedian, resulta cuando menos grotesco contemplar cómo los responsables de la gran matanza, cruzan las manos, ensayan la cruz y de la revelación e incluso dicen palabras amables. Nadie se decide a contabilizar el número de muertos resultantes de esta hecatombe: los niños huérfanos, las esposas viudas, los ancianos destruidos como si se tratase de monigotes de papel. Somos bestiales. Y aunque se reconoce que toda manifestación en contra de la guerra y de sus valedores no tendrá ningún efecto positivo y el que tenga que morir morirá, los hombres y las mujeres del espanto se lanzarán a la calle proclamando su ansia de paz. Sin embargo entre el clamor desesperado de los llamados a la muerte y los huérfanos perdidos entre los arenales, los seres humanos, en un alarde de desesperada esperanza, seguirán amándose. Y hasta es posible, que seres nuevos nazcan entre el estruendo de los misiles. Como sucede en todas las guerras nadie resultará victorioso. Y al cabo de un tiempo prudencial, otros hombres, igualmente ardidos de fervor guerrero, inventarán nuevas justificaciones para ir a la guerra, dejando el amor como rúbrica de la muerte. Los españolitos madre nos guarde Dios, iremos a la guerra si el mando lo decreta. Y los lechos del amor se convertirán en túmulos para la muerte. Y también durante un plazo prudente los supervivientes vestirán los lutos prescritos por la costumbre y los que hagan el amor en esas circunstancias lo harán llorando. Y los hijos nacerán con la sangre quemada por la pólvora. Lo que tal vez sucede es que en verdad no sabemos nada de la guerra. O si os place, los belicosos nunca han sido agonistas en alguna de las guerras mediante las cuales se estructuran los mundos. Han hecho la guerra para matar. Sencillamente. Y convierten el amor en una cierta ceremonia de pelea, de enfrentamiento, de dominio a la fuerza. Y los dulces extravíos del amor se transforman en gritos, en rugidos de guerra. Hasta para el amor combatimos contra el amor. Esto parece una paradoja, pero es la realidad física del hombre. El Día de los Enamorados, más bien debiera considerarse el día del encuentro enfurecido de la sangre contra la sangre. Y es entonces cuando se nos ofrece el lecho del furor amoroso, la cama-tierra de nuestras siembras amorosas como cama vacía: «Como un galeón nupcial, varado en ronco mar de espumas,/ yo, náufrago surcador por estridentes aves, contemplo cómo/ nuestra cama, nuestro nido de plumas, aquella que encendió/ tanto amor, se pierde de ola en ola, de nube en nube, en soledad cautiva».

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