Diario de León

Luis Artigue EL AULLIDO

Todo lo que sé sobre las mujeres

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León

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ES un hecho que las mujeres sólo se fijan en las ventanas oscuras de los edificios iluminados. Cuando leo lo que escriben las mujeres comprendo que los hombres que podían haber cambiado el rumbo de sus vidas son siempre los que no están, los que nunca han estado. Los helados de sabores extraños que nunca probaron. Las manos que las rozaron y no las que las tocaron. Ésos que se fueron sin ni siquiera saber que podían ser alcanzados. Los hombres de todas las mujeres, incluso los de las nuestras, son siempre los que no están. Los que nunca han estado. A los hombres reales nos queda sólo la posibilidad de rellenar el hueco imposible de esas ausencias. Antes de saber esto jugaba constantemente a ser quien no soy, quien no puedo ser. Aunque fracasara volvía a intentarlo sin recordar las veces que no lo había conseguido, me subía a una torre más alta para mirar lo mismo, cambiaba la hora del reloj con los dedos, reinterpretaba en mi favor los posos del café. Ahora he descubierto que la noche es un juego de azar y cualquier imbécil puede acertar alguna vez con una moneda que tan sólo tiene dos caras. Todo el mundo tiene su oportunidad. Igualmente cualquier estúpido puede llevarse a la cama a una mujer un viernes por la noche, pero sólo un auténtico genio es capaz de llevársela para siempre. De todas formas, aunque un hombre perspicaz pueda tocar el corazón de cualquier mujer si tiene la perseverancia suficiente, lo difícil es entrar en él pues nadie sabe a ciencia cierta qué llave del llavero abre el corazón de las mujeres. No hay llave maestra. Me refiero a que hay tipos capaces de plantar una bandera en la luna pero no es seguro que vayan a ser esos los que las vuelvan locas por aquí abajo. Y es que todas las mujeres tienen huellas, y pies, y comportamientos tan extraños como dormir al lado de un cañón. Sé jurar en falso y puedo comprarme unas preciosas botas de piel de serpiente para subir las escaleras que llevan hacia ellas. Puedo tatuarme un dragón a la espalda y tapar mis heridas con medallas pero ése no soy yo. Si lo hiciera sólo porque he escrito esto, estaría tan indefenso como unas manos sin puños que se enfrentan a un bombardero. He leído «El amante» de Marguerite Duras y aún sigo hipnotizado por su inteligencia en primera persona y por los ojos achinados de la autora. Y me he dado cuenta gracias a ese libro de que cada encuentro que tengo con una mujer es algo así como una cita ciegas en la recepción. Sí, ellas están ahí, esperando a que yo dé el primer paso o mueva la primera ficha, y yo aquí inmóvil como un soldadito de plomo sabiendo que no dirige quien propone sino quien acepta. Pero da igual: siempre es cuesta abajo el camino que lleva a las mujeres. Cuesta abajo. Algo así como hacer puenting desde el Everest. Y el caso es que no sé por qué me gusta más lo difícil, pues acabo de darme cuenta de que resulta más complicado llegar a los abrazos de Marguerite Duras, que a los de Marilyn. Está claro: una mujer guapa es como ir a jugar al póker llevando los bolsillos llenos de suerte. Una mujer inteligente casi obliga a creer en Dios. Por eso cada vez que me topo con una mujer guapa e inteligente pienso en Dios jugando al póker. Hombres, mujeres y ese vínculo universal que es la televisión. Ellas deseando ser hermosas, nosotros intentando ser canallas y Groucho ha muerto: sin duda habitamos un mundo un tanto extraño. Al fin y al cabo todo lo que sé de las mujeres es que el poder de seducción de un hombre no se mide tanto por las mujeres que ha conquistado como por las que se han dejado conquistar y, sobre todo, por las que ha perdido. Preciosa, puedo decirte lo que quieres oír o puedo cicatrizar tus heridas con palabras; puedo escribir CONFÍA EN LO QUE CREES en la palma de tu mano o usar mi tráfico de influencias para que conozcas al genio de la lámpara y que éste te conceda tres deseos más IVA, pero el día del cumpleaños de quien sea seguirás pensando que de todo lo que nunca has tenido él es lo que más echas de menos.

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