| Reportaje | Reacciones al caso Ponjos |
Ramiro condena en silencio
A Ramiro Alonso le resulta muy difícil olvidar aquel funesto Viernes Santo en el que su hija perdió la vida entre las llamas junto a otros dos brigadistas cuando intentaban extinguir un incendio forestal en Ponjos. Él estaba allí, trabajando para la misma empresa que la joven. Pero tuvo más suerte y su Land Rover llegó un poco más tarde que el helicóptero que trasladó a Isabel, su hija, hasta aquel foco de muerte. Con un enfado contenido -la mirada descubre un hombre ya resignado-, sus palabras no dejan de desprender un significativo reproche hacia el empeño de la Junta de eludir su responsabilidad en este proceso judicial, aun teniendo en contra la reciente sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León que condena a indemizar a los familiares de las víctimas con 120.000 euros más los intereses devengados desde hace ocho años. «De lo perdido, lo recogido», dice Ramiro en el patio de su casa, en las montañas de Valdeteja. Le acompaña esta tarde Moro, un perro de pelo azabache que obecede a los extraños sonidos de su amo al instante y a quien no le importa posar durante unos minutos para la foto. El silencio por respuesta cuando se le pregunta cómo han sido estos últimos ocho años, la mirada perdida en el horizonte al pensar en su hija desaparecida, ojos vidriosos al recordar la tragedia. Y nuevamente indignación cuando comienza a relatar los duros momentos que vivió toda su familia tras el siniestro, sobre todo por las siniestras casualidades que convergieron aquel 14 de abril. Unidos hasta la desgracia Ramiro, su hijo e Isabel trabajaban para la misma empresa, una subcontrata de la Junta de Castilla y León que había empleado personal para realizar trabajos forestales, planes iniciales en los que no entraba la extinción de incendios. Esa mañana se encontraban en Santa Colomba de Curueño. El día antes ya habían estado en Ponjos hasta altas horas de la madrugada intentando sofocar el fuego provocado por un ganadero de la zona. Cansados y casi sin poder dormir, fueron advertidos que tenían que regresar a esta población enclavada entre los montes de Omaña. Un helicóptero fue a recoger a un grupo de urgencia, en el que no entraron ni Ramiro ni su otro hijo, pero sí Isabel, y Benigno, y Ana Esther y el segundo Benigno. Él se fue en un todoterreno de la empresa. Llegó horas después. «Cuando nos presentamos allí ya había pasado todo lo que tenía que pasar, o estaba pasando». «Les metieron ahí abajo -se refiere al fondo del valle- cuando sabían que ahí no se puede mandar a nadie. Y pasó lo que pasó y el que lo pierde lo pierde, y esto es así». Ramiro está indignado con la versión oficial que se dio en su día, en la que se decía que los brigadistas llevaban equipo. «Es mentira», afirma rotundo. «Quiénes saben lo que llevábamos mejor que nosotros mismos. Sólo llevábamos el extintor, nada más», añade. Ramiro recuerda que después de aquella tragedia que marcó por mucho tiempo a los vecinos de la montaña -dos de los tres jóvenes residían en Valdorria y Valdeteja- «todo el que pudo» se fue de la empresa. Poco ha cambiado en casa de Ramiro Han pasado ocho años desde entonces, y pocas cosas han cambiado en esta casa. Ramiro sigue trabajando muy duramente en tareas forestales. Dice estar cansado. Si la Administración no intenta alargar más el proceso judicial empecinada en que las circunstancias del incendio fueron imprevisibles -la tesis del tribunal que dictó la sentencia sostiene lo contrario-, Ramiro puede que deje ya el trabajo. Su calvario se terminaría y vivir rodeado de árboles ya no supondría recordar a cada momento el trágico día que Isabel perdió la vida. Es de suponer que la reacción del resto de afectados al conocer las intenciones de la Administración sea igual que la de Ramiro, sobre todo porque todos sostienen que los brigadistas iban desprotegidos y que por entonces ya era posible determinar que no estaban preparados ni profesional ni materialmente para afrontar un siniestro de tal magnitud. «Yo llevo confiando en los abogados muchos años, y ya daba por perdido todo esto. Ahora, yo qué sé lo que va a pasar. Tocará otra vez esperar», dice humildemente Ramiro, un hombre cuyo rostro surcado por los años y el trabajo pide descanso, también para la memoria de su hija.