| Reportaje | La magia del medievo viaja en furgoneta |
Versos a la antigua usanza
Sólo quienes le han conocido sin las calzas rojas, la casaca con remaches cosidos en oro y el sombrero de pluma sabe quien es el hombre que se esconde detrás del personaje Crispín D'Olot. Él se niega a dar pistas. Como buen trovador que es, ha encerrado la imaginación en un armario de su casa y todos los días desayuna un poco para que sus leyendas y canciones no pierdan el sabor medieval de antaño. Y le funciona, porque cada año reune a más niños en su cuentacuentos infantil y su noche pícara para mayores, citas ya imprescindibles en el programa de fiestas de San Juan. Mucho han cambiado las cosas para Crispín D'Olot desde 1998. Ese fue el primer año que aparcó su vieja furgoneta Rocinanta en una calle de León. Entonces se buscaba la vida y recorría las terrazas de la ciudad desde siete de la tarde hasta que el sol anunciaba una nueva jornada. Tocaba canciones, entonaba versos antiguos y pasaba la gorra para comprar el pan de cada día. Nunca se quitaba el traje medieval. Estaba en una de estas actuaciones cuando la cámara de un periódico se topó con él. Al alba siguiente salió en la página de anécdotas de aquellas fiestas y a los dos días se requirió su presencia en la concejalía encargada de estos menesteres. Y no hubo más que hablar. A partir de entonces, Crispín fue contratado para convertir León en medievo todos los San Juanes. Hubo otra otra cosa que ayudó a cambiarle el rumbo a la suerte de este trovador. Una noche, allá por 1998, le cantó una ravelada (copla medieval) a Massiel, ganadora del festival de Eurovisión de 1968, en el plató de Crónicas Marcianas. «Me habían visto caminando por debajo de los estudios donde está Javier Sarda y mis ropas les llamaron la atención. Me pusieron un espía, que me siguió para ver si yo era un loco. Cuando vieron que no, que yo era un trovador de los de verdad, me llevaron al programa. Fueron mis siete minutos de gloria». Crispín es un trovador de los que ya no quedan. Un pajarito, que lo conoció antes y ahora, recuerda que fue un estudiante de filosofía que «sacaba 10 en las asignaturas que le gustaban, pero pasaba de las que le aburrían». Algo de filósofo atesora su personaje. Crispín niega tener edad ninguna, aunque su rostro es el de un hombre que acaba de llegar a los treinta. Su verdadera identidad la ha dejado olvidada en una falda de las montañas que forman su memoria. «La imaginación me concibió en el medievo hace 400 años. Recorrí plazas y escuché leyendas de todo el mundo antes de llegar a estas bellas tierras. Me quedé a vivir en un pueblo de León, Matanza de la Sequeda, que es tan antiguo que ya no viene ni en los mapas», jura. El lugar debe estar cerca de La Bañeza, porque es en los bares de esta localidad donde se deja ver alguna noche, sin su guitarra y sin sus calzas, pero sin perder tampoco ni un ápice del romanticismo que le caracteriza. Aquí también traslada, desde el año pasado, la magia que guarda en la parte de atrás de su Rocinanta. Organiza sus mercados medievales. Y también los de Hospital de Órbigo, que este año fueron visitados por más de 30.000 personas en dos días. La faceta burócrata de Crispín no le ha robado su bohemia. El martes amenizó la noche con su picaresca en la Pícara y, ayer, todas las voces que tiene en sus cuerdas vocales le contaron a los niños las historias del rey Fermoso y el romance de Gerineldo. Su espectáculo cautivó a los pequeños que, una vez más, fueron presa de la imaginación de D'Olot y también de sus versos, cocinados a la más antigua usanza.