| Retablo leonés | Una obra de arte en paradero desconocido |
La intrigante custodia de la Catedral Exódo y pérdida del patrimonio catedralicio
En las postrimerías del siglo XII, cuando reinaba en León Alfonso IX y su esposa, doña Berenguela, el obispo Manrique de Lara tuvo la feliz idea de levantar una nueva catedral en el lugar que ocupaba la semiderruida Iglesia Mayor erigida en los terrenos donados por el Rey Ordoño II, pertenecientes al patrimonio real heredado de los antiguos baños públicos romanos. La colosal construcción, cuyo primer período se dilató por espacio de cien años, con un paréntesis que abarca el siglo XIV, durante el cual sólo se realizaron obras de consolidación y refuerzo, se reanudó en el siglo XV para hacer efectivo el proyecto del tímpano en la fachada norte y la esbelta torre del reloj que se remató en 1472. El reinado de los Reyes Católicos sería testigo de la primera restauración de fondo, que afectó a la torre de las campanas y a la coronación de todo el edificio con una nueva cornisa de mejor piedra que la anterior. Las enormes proporciones de la obra catedralicia, la complejidad de los trabajos que en ella se realizaban, los buenos dineros con que el Cabildo remuneraba y las golosas indulgencias que llovían sobre sus benefactores, congregaron en torno a la futura «Pulcra» multitud de artesanos de gran nombradía; arquitectos, maestros de cantería, de forja, pintores retablistas, tallistas, vidrieros, plateros... todo un ejército de artistas atraídos por una obra de excepción en la que merecía la pena colaborar no sólo por el reclamo de una buena soldada, sino por el prestigio profesional que venía a enriquecer el «currículo» -que diríamos hoy- de cuantos tuvieran la oportunidad de dejar su huella en la más airosa catedral de España. Los plateros de León Uno de los oficios que la ciudad de León tuvo la ocasión de albergar en sus calles gremiales, fue el de platero. Tanto es así que a la sombra de la catedral, e incentivada por el extenso ajuar de joyería que reclamaba la dotación de nuestro primer templo, surge una verdadera escuela de orfebrería, encabezada por la familia Darphe o De Arfe, que sentaron sus reales en la calle de Platerías nº 5, en vivienda proporcionada por el propio Cabildo. El primero de los Arfe, don Enrique, llegó a nuestras tierras procedente de Colonia, con un depurado estilo adquirido en los famosos talleres flamencos, que junto a los italianos fueron la avanzadilla de los orfebres europeos. Su hijo Antonio sigue la tradición familiar, pero es Juan de Arfe, su nieto más mimado, quien alcanzaría la gloria de la inmortalidad con las inestimables piezas salidas de su nuevo taller de Valladolid, y sobre todo, del nunca olvidado y entrañable taller de León. Pues bien, con este ambiente de artistas renombrados, y en plena fiebre de buscar un contenido proporcionado a tan bello continente, el Cabildo catedralicio trata de «vestir» a la «Buena Moza» con las mejores galas a su alcance. Enrique de Arfe es contratado para «hacer una custodia grande de plata» para lo cual el Cabildo se comprometía a proporcionarle alojamiento, taller, herramientas... Y por culminar la portentosa obra, el Maestro Enrique, y su dedicación exclusiva, llegó a paliar en parte la melancolía que arrastraba desde que se había quedado viudo en el año 1546. Casi tres siglos lució nuestra catedral la preciosa joya. Muchos fueron sus admiradores y mentores, entre los que destaca el viajero y Comisionado del Rey Felipe II, Ambrosio Morales, que en el año 1572 visitó León y al describir en sus apuntes la custodia en cuestión, no puede menos que expresar su asombro al contemplar todo el conjunto que la complementa. «el aderezo que en esta Iglesia tienen para sacar el Santísimo Sacramento el día de su fiesta -dice Morales- es la más insigne cosa que hay en Europa; que así refieren lo han afirmado los Generales de Franciscanos y Dominicos viéndole; y porque andan por toda la Cristiandad, y lo ven todo, se les puede creer. Andas de plata en diez pies de alto y cinco y poco menos en cuadrado. Tan costosas en obra y labor, que ponen admiración. Todo esto se pone encima de un carro triunfal de madera a manera de coche, sin cubierta ni arcos, labrado de talla y dorado y pintado con mucha ligereza...» Libro de visitas En el archivo de la catedral son muchos los datos que hemos podido contrastar para conocer mejor nuestra custodia. Nos llamó la atención un libro de visitas que refleja la realizada en el año 1603 por fray Andrés de Caso, un buronés de origen, que al referirse a la descripción de cada una de las joyas y reliquias inventariadas, en determinado capítulo dice lo siguiente: «Una custodia que hizo Maestre Enrique, está entera como cuando se hizo, y por los libros antiguos se sabe que pesa 375 marcos -187 libras y media- está metida esta custodia en unas andas grandes de plata; tiene cuatro planas con las historias del viejo Testamento... Tiene cuatro pilares con sus capiteles, todos de plata labrada. Encima de los frisos tiene un arquitrabe con su cornisa. Tienen las dichas andas cuatro ángeles en las esquinas; sobre el lomo está un fénix, debajo un florón cuatro campanicas pendientes. Así lo declaró Hernando de Argüello, debajo de juramento». Quizá el último viajero ilustre que contempló y describió la magnífica custodia de la catedral legionense, haya sido Melchor Gaspar de Jovellanos, que la dedica unos encendidos elogios a finales del siglo XVII. Pero León sufrió como ninguna otra ciudad el saqueo y las secuelas de la francesada. Las joyas de más relieve, al estar inventariadas en los catálogos artísticos de divulgación, eran conocidas de la codicia francesa. Por eso, la Junta Suprema de España, el día 8 de abril de 1809, manda lo siguiente: 1.- Que los curas y obispos formen un inventario, por duplicado, de las alhajas que no sean «absolutamente necesarias». 2.- Lo mismo harán los Cabildos. 3.- El tesorero general las mandará a la Casa de la Moneda, en donde se tasarán, dando a cada iglesia un resguardo del valor de las alhajas. 4.- Luego que cesen los peligros de los franceses, se resarcirá a cada iglesia, con las ventas de la deuda nacional. Firma Saavedra. Fue el día 21 de septiembre de 1809 cuando, don Agustín Iglesias, de parte de Porlier, comunicó al Cabildo de León una orden del General Mahy, mandando que toda la plata de la catedral se pusiera en camino para Oviedo. En el mismo día y en contestación al Deán, don Lucas Quiñones indicó que el Cabildo no podía obedecer la orden sin permiso del Prelado, según las disposiciones canónicas. A este oficio contesta Iglesias «que no puede dar lugar al asenso del obispo...», «y por último y perentorio término doy a Vd., media hora para hacerme la referida entrega». Y precipitadamente, sin orden ni catalogación, se metieron las alhajas leonesas en 22 cajones, y por Boñar y el Puerto de San Isidro hicieron un éxodo, para no volver jamás. El 26 de agosto de 1810, escribió el Cabildo a Villagómez, Diputado en las Cortes de Cádiz por León, rogándole sean devueltas las alhajas «sobre todo la custodia y la Cruz». Villagómez contesta el 13 de septiembre, que tiene la esperanza de recobrar la custodia «que según me dice el contador de la Casa de la Moneda no se fundió». Todavía en 1814 escribe el Cabildo al de Cádiz preguntado por la custodia, porque estaban seguros que no se había amonedado. Entonces fue cuando un Lectoral dijo aquella frase: «Quod non fecerunt galli, fecere gaditani». (Lo que no hicieron los franceses, lo hicieron los gaditanos). Que la custodia no se fundió, parece indudable. Que sea la que está en Cádiz, por lo menos en su mayor parte, no ofrece duda, y el señor Sentenach en la revista de Archivos -época V, tomo 18- lo asegura. La pasividad y encogimiento de hombros que ha seguido después de estos hechos, no dicen nada a favor de las fuerzas vivas leonesas. Si la dichosa custodia que lucen los gaditanos, se puede probar fehacientemente que es la nuestra, debería estar en su sitio, bajo el retablo del Maestro Nicolás. Pues aunque la Iglesia sea Una, cada diócesis y cada parroquia ha tenido su autonomía, y por encima de todo, el patrimonio artístico es eminentemente popular y adscrito, por tanto, al pueblo que tuvo que sudar para conseguirlo.