Diario de León

Como evitar el garrafón en un quinto

Chicos y chicas de entre 20 y 30 años alquilan pisos para divertirse como alternativa a salir de copas por la ciudad; son grupos de unas quince personas que pagan 20 euros al mes

Estas peculiares comunidades tienen tantos miembros que a veces no se conocen entre ellos

Estas peculiares comunidades tienen tantos miembros que a veces no se conocen entre ellos

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ical | león

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Tienen un denominador común: son jóvenes, viven con sus padres y pasan buena parte de su tiempo libre en un piso que han alquilado, entre unos cuantos, y que se ha convertido en un punto de encuentro para el ocio, la diversión y la amistad. A la espera de poder independizarse encuentran en estos refugios urbanos un espacio propio, sin horarios ni limitaciones que les permite organizar fiestas, que a buen seguro no tendrían cabida en sus domicilios familiares, o pasar unas horas escuchando música o viendo una película con la compañía que ellos han elegido y en un lugar que muchos consideran su segunda casa. Entre quienes han optado por esta modalidad de segunda residencia compartida hay gente de la más variada procedencia. Muchos son estudiantes universitarios, otros tienen un trabajo más o menos estable y también hay quien prepara oposiciones para bombero o policía. La mayoría tiene entre 20 y 30 años y todos están encantados de pertenecer a este cada vez más amplio colectivo de personas que disfrutan de un piso sin lujos pero con las pocas comodidades que necesitan para estar a gusto. El caso más frecuente Natalia es licenciada en Comunicación Audiovisual, tiene 23 años y hace unos meses consiguió su primer trabajo. Lleva un año como compañera de otros 11 jóvenes que comparten un piso en una céntrica calle de León. Es un quinto sin ascensor y sin calefacción pero acogedor y habilitado de forma que ni ellos ni quienes lo visitan echan en falta detalle alguno. Para ella es cita ineludible de los fines de semana y de alguna que otra noche. El resto lo frecuentan más. Tienen nevera, microondas, cafetera, radiadores eléctricos, ordenador, videoconsolas, video y dos mini-cadenas musicales aunque el número de enseres varía en ocasiones. En el grupo dos son trabajadores y el resto estudiantes con trabajos temporales y opositores. Los 20 euros que aportan mensualmente al fondo común les llega para pagar el alquiler y los recibos de agua y luz. Ella habla del piso como un lugar de reunión, un sitio que considera suyo y en el que comparte tiempo y experiencias. No piensa abandonarlo hasta que se independice de su familia y reconoce que al principio le daban «poco plazo de vida» hasta que estuvo claro quién se iba a quedar y quién no. Tardó un tiempo en contarle a sus padres que compartía un piso porque pensaba que no iban a entenderlo. Su madre explica que le parece «una forma de diversión y un lugar donde pueden hacer fiestas que en casa no le permitirían» y añade que si fuera menor de edad no la dejaría participar en ese multi-alquiler. Reconoce que su hija no le cuenta muchas cosas de la casa y bromea al señalar que no ha estado allí «ni quiere, porque habrá que entrar con zancas» aunque conoce a alguno de los inquilinos. Los compañeros de Natalia aseguran que «el piso» es la salida que les queda a muchos jóvenes cuando se restringen los horarios de los locales nocturnos y no se permite hacer botellones en la calle. Sólo chicos Raúl, de 25 años, trabaja con sus padres en una tienda de fotocopias. Es uno de los diez inquilinos de otro piso compartido en el que empezaron siendo 15. Todos son chicos y miembros de una banda de música de Semana Santa y a principios de año decidieron ocupar un espacio común en el que pasar el tiempo libre y organizar fiestas con los amigos. «Es como un bar, pero propio, donde haces lo que quieres, beber, ver la tele o jugar partidas», explica. Cuando se les olvida cumplir su turno de fregar las escaleras del portal, enseguida se lo recuerdan los vecinos, aunque de puertas adentro la cosa cambia y reconoce que cada vez limpian menos. El grupo se sabe adaptar a circunstancias como el hecho de que se hayan quedado sin video porque lo ha reclamado la madre de uno de ellos. A sus padres les parece bien que comparta el piso «porque así no doy guerra en casa, saben dónde estoy y prefieren eso a que ande danzando por ahí». El tesorero se encarga de las cuentas de «la comunidad» y una hucha situada junto al tirador de cañas recuerda que la bebida, aunque más barata, hay que pagarla. Raúl coincide rara vez con más de cuatro o cinco compañeros y señala que en ocasiones «llego y no conozco a casi nadie». La torre de Babel Si lo habitual es que estos pisos-refugio que sirven como bares, salones de tertulia, puntos de encuentro, mini-salas de cine y garantía de beber «más barato y sin garrafón» estén ocupados por un máximo de diez personas, existe uno digno de mención especial. Ha llegado a estar ocupado por 62 jóvenes, de los que ahora quedan 41. Uno de ellos es Quique, como sucede en otros muchos casos, mantiene oculto a sus padres, que comparte una casa en la que «vayas a la hora que vayas siempre hay gente». Él considera el piso como «un lugar para hacer botellón sin pasar frío y para jugar partidas los fines de semana». Reconoce que a pesar de ser tantos «casi nadie limpia, está muy destrozado» y asegura que «hay quien se pasa media vida allí». Son estudiantes universitarios o trabajadores de entre 21 y 29 años que alguna vez han tenido «algún problemilla sin mayores consecuencias» con los vecinos. El piso es viejo, una cuarta planta sin ascensor al que aportan 18 euros mensuales que alcanzan para organizar alguna fiesta. Quique acaba de terminar una Ingeniería y pronto dejará el piso porque va a cambiar de ciudad. Otro punto de vista La catedrática en Sociología de la Universidad de León, Ana Blanco, interpreta esta moda de los pisos de alquiler compartidos al margen de la vivienda familiar como una válvula de escape para los jóvenes, «un refugio para expresar una independencia ficticia, sin responsabilidad». A su juicio este fenómeno refleja una inmadurez aprendida «que satisface a los padres que no somos capaces de soltar a los hijos». Ana Blanco recuerda que en otros países europeos es habitual que los jóvenes combinen el estudio y el trabajo y puedan permitirse ser independientes. En España se mantiene una estructura familiar «con un exceso de protección que no permite que los hijos vuelen por sí solos porque, especialmente para las madres supone, dejarles de su mano». Añade que es algo más típico aquí que en el entorno europeo «porque hay una sobrecarga en el rol de las madres que produce a la vez satisfacción e insatisfacción pero que no quieren abandonar» y lo resume con una frase: «se trata de no desorganizar el nido y hacer como que eso se mantiene, que hagan lo que quieran, sin molestar». Sea como sea lo cierto es que cada vez más jóvenes encuentran en estos pisos alternativos a su hogar un lugar en el que prolongar las noches de fiesta, compartir una tarde de domingo frente al televisor, organizar un botellón bajo techo y escuchar la música que ellos eligen. Una fórmula de convivencia a tiempo parcial a la que todos los que participan de ella le ventajas.

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