Estampas de la Ruta Jacobea
De los altos de Foncebadón, que producen vértigo psicológico, al vergel berciano donde el Camino se sumerge en el esplendor de la naturaleza y la densidad histórica
Después de un reconfortante desayuno en el albergue de Rabanal del Camino, nos despedimos muy temprano de nuestra hospitalaria anfitriona, Isabel Rodríguez, para iniciar con fuerza los kilómetros que nos separan de Rabanal a Foncebadón. Unos trescientos metros de desnivel, entre ambas poblaciones, de 1150 a 1430, hacen sudar al peregrino aún en lo más crudo del invierno. Luego, ya con la hoya berciana a la vista, el caminante se relaja en esa privilegiada región cuyos encantos naturales se complementan con la densidad histórica propiciada, precisamente, por la andadura multisecular de la Ruta Jacobea. Dejadas atrás las áridas tierras maragatas y superada la meseta castellano y leonesa, parece ser que las alturas de Foncebadón eran como una especie de vértigo psicológico para los peregrinos medievales, que se encontraban un tanto desorientados en aquella frontera natural, sobre todo en tiempo de nieves, y fue considerado el lugar, en los primeros tiempos de la riada peregrina, con lo que hoy calificamos como «punto negro». Por eso el celoso ermitaño Gaucelmo, con el incondicional apoyo de las gentes de Foncebadón, construyó un albergue que diese cobijo a los caminantes y aseguró el mantenimiento de una señalización, con grandes estacas, a lo largo de la zona que las nieves borraban con harta frecuencia. No es extraño, pues, que don Alfonso VI, uno de los reyes que más impulsó y fomentó el tránsito por la Ruta Jacobea, distinguiese a estos decididos colaboradores con la concesión, en el año 1103, de un coto adscrito al Concejo y vecinos del lugar, Puerto y albergue de Foncebadón. Dada la curiosidad histórica que supone haber llegado a consultar la actas de esta concesión, las transcribimos literalmente, tal y como las recibió el ermitaño Gaucelmo para ajustarse a las delimitaciones descritas: «Por la fontecilla y la carrera, o sea el camino ancho que va por Cireruelo de Yusana, por la encrucijada de Astorga, de Potata y la Peña de Candanedo, en el lugar en que sale a dicha carretera el camino de Fuencalada». Es bueno recordar, inmersos como estamos en un año Santo Compostelano que promete una gran afluencia de visitantes, andariegos o motorizados, que nos estamos situando en un tramo del Camino de Santiago devaluado modernamente por encontrarse fuera de los circuitos favorecidos en las grandes planificaciones viales del turismo convencional. Pero no por eso debemos olvidar que la esencia histórica, y la valoración del auténtico peregrino, pasan inevitablemente por estos lugares ligados profundamente al peregrinaje tradicional. Camino del Bierzo Hoy, cuando la fe cuantitativa mueve menos montañas, y la sociedad de consumo oscurece y desvirtúa el sentido que dio origen a estos grandes movimientos espirituales, subyace, sin embargo, en la entraña del pueblo, el deseo de emular aquellos acontecimientos que fueron base de una cultura, correa de transmisión del arte popular propio y foráneo y parte integrante de nuestra historia. Por eso no podemos dejar de reseñar también, como punto de referencia obligado, el arraigo popular y secular de la llamada «Cruz de Ferro», que desde los primeros tiempos del jubileo santiaguista, se alzó como símbolo de espiritualidad y como mojón entre las cuencas del Duero y el Miño. Una piadosa tradición, cuyo sentido no ha podido nunca contrastarse con fidelidad, invita al caminante a tirar una piedra en las inmediaciones de la base que contiene esta cruz, y a continuación pedir un deseo que muy bien puede ser cumplido. Desde este singular paraje se inicia la sugestiva bajada hacia la capital del Bierzo atravesando algún despoblado -con incipientes síntomas de recuperación para el turismo- como Manjarín, y marchando por hitos tan sonoros como Acebo, Riego de Ambrós y, sobre todo, el incomparable marco de Molinaseca, una de las más bellas estampas bercianas, donde las huellas del Camino, unidas al atractivo espontáneo de un caserío típico del más rancio señorío rural, ofrecen al caminante un obligado descanso para el disfrute de tanta maravilla. Estamos sin duda ante una de las edificaciones civiles más logradas de toda la región berciana. Los Balboa de Molinaseca, entroncados con los Valcarce, y descendientes de la linajuda estirpe asentada en «Val-Boa» (Valle Bueno). Quisieron perpetuar sus apellidos en los magníficos blasones esquinados que lucen las esbeltas torres del conjunto palaciego. Periodistas del Camino Tuvimos ocasión y gozamos del privilegio, de recorrer el interior de esta mansión, hace unos años, acompañados por su propietario consorte, el padre del popularísimo periodista Alfonso Rojo -que se casó y celebró su banquete de bodas precisamente en este palacio, con la no menos popular Ana Rosa Quintana. Admiramos sus espléndidos salones y su monumental bodega con bóveda acañonada. Pero lo que más nos sorprendió, pues nuestro anfitrión aseguró ser único en el mundo, fue un depósito de vino, de volumen similar a una habitación amplia, cuyas paredes, suelo y techo, están herméticamente forradas de vidrio, en forma de gruesos cristales cuadrados encajados y sellados para no permitir el menor rezume de líquido. Parece ser, según nos contó el propio señor Rojo, que un bisabuelo de su mujer, en un intento de conservar el preciado caldo para épocas de carencia, ideó este sistema inspirado en la conservación con que se mantienen en las tradicionales botellas de vidrio.