«Soy un damnificado de las Azores»
Antonio Miguel Utrera, un joven de raíces maragatas se recupera lentamente de las secuelas del atentado del 11-M en el hospital Gregorio Marañón de Madrid Con la ayuda de su nieto
A Antonio Miguel Utrera, de 18 años, le habían comentado sus compañeros el 10 de marzo que, al día siguiente, habría huelga de profesores. Pero, como inquieto estudiante que es, dudó de estos rumores (muy frecuentes entre los estudiantes de universidades madrileñas) y no quiso perderse su clase de Historia Antigua. Por ello, las primeras horas del 11-M las recuerda como «un día cualquiera». Madrugó mucho, cogió el autobús desde Aljavir, donde reside, hasta Torrejón, donde se despidió de su amiga Rebeca, y se montó en su tren de cercanías que aquella mañana no llegaría a Atocha (se detuvo en la calle Téllez, a unos metros de la estación). A Antonio, de ascendencia maragata (su madre Eloína y su abuelo son naturales de Astorga, lugar en el que la familia pasa largas temporadas), los recuerdos de aquellos momentos le fallan. Habla de una nube de humo negro asfixiante que le despertó de su cabezada, de una «pesadilla». Primera llamada, a su madre Se acuerda de verse apoyado en un muro, contemplando la Puerta de Atocha y, asegura, el hospital Doce de octubre, donde nació. «Pensé: vaya, donde nací voy a morir», comenta. Se acuerda también de haber telefoneado a su madre, en la que no dejó de pensar en aquellos minutos. Después, su mente se nubla. Aquella mañana, las explosiones le provocaron al joven maragato graves lesiones internas y, sobre todo, fuertes contusiones en la cabeza que le acabarían ocasionando tres infartos y le han paralizado la mitad izquierda de su cuerpo. Por fortuna, los médicos del Gregorio Marañón le han pronosticado la futura ausencia de secuelas físicas y una lenta recuperación para restituir plenamente su movilidad. «Me quedan muchos años; tengo mucha suerte», dice en su habitación, aturdido por las últimas operaciones, con su autoproclamado «carácter maragato». Tristes guerras Antonio, republicano y vitalista, se ha refugiado en Niezstche, uno de sus referentes, para superar sus heridas. «Me he aferrado a él para que me dé fuerzas», afirma, mientras recuerda una fábula de Así habló Zaratrusta. «Yo soy el dragón y Al Qaida fue la víbora gigante que me mordió mientras dormía». Y también en la poesía. Recita a José Hierro: «Somos alegres / porque estamos vivos». Y a Miguel Hernández: «Tristes guerras / si no es amor la empresa / tristes, tristes». «Somos el regalo de Bush» Y recuerda un poema desafortunadamente premonitorio que escribió hace dos años, titulado Heridas de guerra. «La extraña multitud, ahora silenciosa, / duerme en su habitación de escarcha, / y el oro que me fue arrebatado / recuerda lo que pudo ser y no fue nada.», rezan sus últimos versos. En este sentido, se muestra tajante con el asunto bélico. «Somos el regalo que Aznar esperaba recibir de Bush; soy un damnificado de las Azores», sentencia. Antonio, que desea recibir el alta y comenzar su rehabilitación en una semana, ha aprendido a disfrutar más de la gente que le rodea, «sobre todo de mis padres», subraya, quienes le acompañan en el hospital Gregorio Marañón, donde está ingresado desde aquel fatal día. Un 11 de marzo que no olvidará. Y volverá, a buen seguro, a admirar la catedral de León y a disfrutar, como desea, de la tierra de la que proceden sus antepasados, su tierra. «Tengo unas ganas de comerme un cocido maragato...». Mientras tanto, como amante de la política, espera con ansias la visita que le hará el lunes Josep Borrell, el político actual al que más admira, y recibe con «esperanzas» al nuevo presidente del Gobierno. «Me gusta», afirma. Aunque para él, «como don Manuel (Azaña), no ha habido otro».