Diario de León

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El papelito reciclado Mi alfombra La Teoría de Gropiuss

3º de ESO

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León

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Os voy a contar una historia que yo nunca hubiera imaginado: este año, como todas las noches de Reyes, me hicieron unos regalos y entre ellos, una alfombra para mi nueva habitación, ¡qué alfombra tan bonita, cuántos colores tenía! Pero, ¿cómo iba a pisar yo aquella alfombra? Yo estaba muy contenta, pero por otro lado pensaba: mi madre no me va a dejar tocarla, ¡era tan bonita! Le habrá costado mucho y se va a manchar. Y qué pena que se manchase esta alfombra. Pasaban los días y a mí me extrañaba que mi madre no decía: -Desi, quita los zapatos que manchas la alfombra. Parecía que se acordaba de todo menos de la alfombra. Uno de los días vinieron a jugar a casa mis amigas y mis ojos se abrieron más cuando mi madre no me dijo: ¡cuidado con la alfombra! Yo no quería que nadie pusiera los pies encima de ella porque cuando la pisabas parecía que decía: no me pises. Creí que hacía un ruidillo extraño. Teníamos pensado esta tarde poner unas semillas de tomate en unos frasquitos de yogurt y así lo hicimos. Cuando yo venía del baño de regar el mío, ¡qué pena! Se había caído del mío tierra mojada en mi alfombra y sin darme cuenta lo pisé y la alfombra se manchó. Qué tristeza y cómo se enfadaría mi madre. -Mamá, mamá, le dije llamándole, he manchado mi alfombra. ¡Oh, sorpresa! en lugar de enfadarse, me dijo: -No te preocupes niña, esa alfombra se puede lavar, está hecha de bolsas de plástico, o sea, que es de plástico reciclado. Yo no sabía que las alfombras se hacían también de plástico. Muchas de las jarapas que encuentras en el mercado son de plástico que echas a reciclar, por tanto, siempre que tengas plástico, llévalo a reciclar, que puedes obtener una alfombra tan bonita como la mía y por pocos euros. Este es el diario que un papel ya anciano llamado Papyrus escribió para que otros papeles conociesen las aventuras que en su juventud había vivido. Desde que era joven quiso que sus futuros familiares supiesen lo que era capaz de pasar un papel. Las primeras palabras de su diario fueron dedicadas a todos aquellos papeles que hubiesen vivido algo parecido a lo que él había pasado. Comenzó, claro está por el principio, es decir, por el día en que en un laboratorio, un pedazo de corteza de un árbol se transformó en una hilera de papel que más tarde dio lugar a los amigos de Papyrus y a él mismo. El nombre de Papyrus se lo habían puesto sus colegas de la hilera porque decían que era el más inteligente y culto de todos y por tanto debían tener nombre antiguo. Pronto le separaron de todos sus amigos para convertirle en folio de escuela. Camino del instituto donde viviría iba pensando en todas las cosas que hacen los alumnos con los papeles: hacer chuletas, aviones, e incluso notitas entre amigos o novios (lo cual le hacía mucha ilusión porque era un papel bastante cotilla). Vivió en el instituto un total de cocho horas (tiempo considerado récord entre papeles). Le usaron en un examen, al poco tiempo de haber llegado, como hoja de sucio. Esto le hizo conocer otro lugar de las clases: la papelera. Estuvo allí hasta que notó que alguien la vaciaba. Temía que hubiese llegado la hora de su final, pero no era así. Le llevaron a un edificio bastante extraño donde primero le colocaron en un lugar donde hacía muchísimo calor. Papyrus le vio el lado bueno: por lo menos se pondría moreno porque estaba muy blanco. Lo que vino después ya no le gustó tanto: comenzaron a darle golpes y vueltas hasta que literalmente le dejaron hecho una pasta. Después le mezclaron con un líquido cuyo olor le mareaba, pero pronto vio que ese líquido lo dejaba completamente limpio y eso le hizo feliz porque en el viaje hacia ese lugar unos jóvenes papeles no se habían querido acercar a él porque decían que con todos esos tatuajes (las pintadas de los alumnos) debía ser un papel de comportamientos extraños. Más tarde, Payrus pudo tomarse ese descansito que llevaba esperando desde que entró en aquel edificio. Se echó en una bandeja y allí se quedó dormido. Pasado un tiempo se despertó. Se sintió como renovado, con una energía que no había tenido desde que salió del laboratorio donde nació. Pronto encontró un espejo y se vió mucho más guapo que antes: estaba más fuerte, ya no estaba tan blanco y tenía mucho mejor aspecto. Payrus se dio cuenta de que le habían convertido en otro papel distinto al que era. Esto ya se lo había oído a algunos de los papeles de su misma hilera del laboratorio. Apenas hubo descansado otro poquito, le montaron en un camión para llevarle a otra fábrica. Esta vez de cartones de cereales. Cuando llegó se sorprendió de ver a tantos cartones pintados de distintos colores. Pasadas unas horas, él también se había convertido en uno. Estaba muy feliz, porque volvería de nuevo a tratar con las personas tras la breve experiencia en el instituto. Le llevaron a un supermercado donde vivió los momentos más duros de su vida: allí los cartones se disputaban los clientes y en continuas peleas por ver a quién cogían antes. Todos excepto un pequeño grupo pacifista, que recibió a Payrus con mucha alegría. Allí estuvo poco tiempo: ea el recién llegado y fue el primero al que cogieron. Le llevaron a una casa donde duró una semana. Cuando le tiraron a la basura volvieron a llevarle al edificio donde le habían transformado en lo que era ahora. Visitó esa central otras dos veces para convertirse de nuevo en diferentes tipos de cartón de embalaje. Pero pronto se dio cuenta de que se estaba haciendo viejo para seguir con tanto viajecito. Cuando hubo encontrado un lugar donde estar tranquilo decidió escribir este diario en el que cuenta sus aventuras. Tras escribirlo, Payrus fue a parar al vertedero, dejando antes el diario en la última fábrica done había estado. Allí lo encontró un papel que había nacido en la misma hilera que Payrus y que le conocía. Decidió llevarlo consigo allá donde fuese par que todos pudiesen conocer a aquel excelente papel llamado Papyrus que había servido al ser humano en tantas ocasiones, sin que se le borrase la sonrisa que siempre llevaba con él. Para los innumerables seguidores de los libros de ciencia ficción, Hans Gropiuss resultaba tan desconocido como así de famoso era en este campo el francés Julio Verne. Y es que este físico alemán rara vez cogió la pluma, y, si alguna vez la llegó a utilizar fue para escribir tres largas cartas a su madre o algún tratado científico que luego leían sus colegas europeos y neoyorquinos. En efecto, su nombre era tan sólo sabido en una reducida franja de eruditos en las leyes universales. Afirmaban los que mejor lo conocían que pasaba días enteros dedicado a sus investigaciones, y que únicamente se dejaba ver las tardes de invierno, cuando el sol vespertino iluminaba tenuemente el balcón de su alcoba, Gropiuss se sentaba en la mecedora mientras su mente divagaba en las más conocidas novelas de amor y en el aroma intenso de sus preferidos habanos. Este hombre fue siempre un detractor de todo aquello que no se guiase por la razón: veía el génesis como una demostración para lo que en la antigüedad era inexplicable, odiaba las predicciones astrológicas... y no por otra cosa, el 28 de noviembre de 1930 protagonizó, a título póstumo, una noticia que conmocionó a la vieja Europa. El día en que el eminente físico murió, dejó como heredero de todos sus bienes a su único sobrino maese Lindebrok. Alemán de pura cepa, rubio, alto y de buena presencia, era un prestigioso ingeniero del norte del país. Además, le gustaba la política e incluso se llegó a relacionar con los altos mandos del partido nazi. Esta próximo su matrimonio y después de éste esperaba establecerse en la casa de su antiguo ocupante. Así que creyó oportuno reformarla y darle las características adecuadas a sus necesidades: cortó los magnolios del jardín, convirtió el laboratorio en taller de maquetas aeronáuticas que realizaba cuando estaba ocioso... Una mañana, colocando los artilugios y las anotaciones de los experimentos de su antiguo ocupante, descubrió, junto a unos libros empolvados que añoraban melancólicos volver a ser abiertos, un sobre con la preciosa información por la que Hans Gropiuss se convirtió en el primer hombre que conocía el futuro incierto del planeta. Al abrirlo, Lindebrok observó que contenía una cuartilla cuidadosamente doblada, escrita en letra inglesa, con la caligrafía propia de los obispos italianos que nunca había manifestado Gropiuss. El mensaje era claro, así empezaba: «Ha comenzado el principio del fin, la Tierra ya agoniza, y, con su muerte aunque sea lo último que haga, también acabará con nosotros». Continuaba como todos sabemos criticando la postura de los hombres... Un folio ya amarillento que aún se conserva en el museo de la ciencia de Berlín bajo el título de La Teoría de Gropiuss y traducido a más de cincuenta idiomas por lo que es muy fácil consultarlo en cualquier enciclopedia. Pero todavía queda una duda difícil de aclarar. Y es que después de numerosas búsquedas en las universidades hasta donde había llegado su obra e incluso en su propia casa de Bonn, no se han encontrado las razones en las que Gropiuss, un hombre que siempre introducía en sus escritos los fundamentos de los mismos, se basó para llegar a tal método. Quizá nunca lleguen a nuestros oídos. Con el paso del tiempo cada vez son más los entendidos que cree en la veracidad de la teoría. No obstante, la postura inconsciente con el medio de los países desarrollados la corroboran firmemente cada día. Pero aunque por una vez sólo se tratase, ¿no sería mejor salvar el planeta y quitarle la razón a un científico?

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