Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

Morir en León

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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HASTA NO HACE MUCHO TIEMPO generacional, morir en León era una delicia. Bueno, a ver si nos entendemos: Morir, lo que se dice morir es una contrariedad muy gorda en León y en Chipre, pero entre nosotros las gentes terminaban aceptando la muerte, y los llamados servicios funerarios corrían a recoger al difunto, a tomarle las medidas para el cajón de la muerte y para colocar debidamente al muerto dentro del cofre. Y los familiares se dedicaban, durante unos días, a llorar, que es a la función que les queda a los vivos, aparte de correr a recoger los frutos del chollo que toda muerte supone en resumidas cuentas: «Un hermanito menos y una ración más», se rezaba en latín dentro de los claustros. Máximo Sanz, que fue un pintor aficionado que pintaba mejor que los profesionales, había conseguido dibujar una viñeta sobre el acto ceremonial de transportar al muerto, que es, todavía, una de las estampas más palpitantes de la vida -y de la muerte- leonesas. En las casas de los muertos, se colocaban, a la puerta, unas pendonetas negras que servían para anunciar que en aquel lugar había decidido morirse un vecino. Y la funeraria de los Lozano, acudía con su carro, movido por dos caballones engualdrapados y se formaba el acompañamiento: Si el muerto pertenecía a la llamada clase pudiente, o sea que podía, se solicitaba la asistencia de los pobres de la Casa de Misericordia y del Hospicio del paseo de los franciscanos y un coro de sacerdotes, vestidos con sus galas funerarias más solemnes se ponían a la cabeza de la comitiva y acompañaban al difunto hasta el cementerio que entonces estaba por Cantamilanos o la Nevera. Y punto. Bueno, o, por mejor decir, pues malo: Ahora resulta que usted se muere, no lo quiera Dios, y la parafernalia del enterramiento promueve tal pitote entre las sociedades con derecho a muerto («Serfunle» y «Los Jardines»), que mientras estas dos empresas de auténticos vivos discuten agriamente se dice que en defensa de sus derechos, el muerto, o mejor decir, sus deudos afligidos, no saben qué hacer con el cadáver, temiendo, lógicamente que con la pelea de las partes interesadas en sacarle provecho al negocio, el muerto se corrompe y haya que recoger después sus amados restos, como sucede con los restos de los reyes y las infantas metidos en los sarcófagos de la Real Colegiata. Y el pueblo, o séase, los supervivientes elevan su mirada hacia el municipio y pregunta: «Por favor, señores de la casa, ¿a quién corresponde el derecho de enterrarnos?» Nosotros, o sea, ni usted lector ni el que suscribe, entramos en el juicio, pero es de suponer que siendo como es o como era un servicio público, corresponde a la administración de Don Mario decidir en este pleito, infinitamente más oscuro y difícil que aquellos que se le presentaban a Sancho en la ínsula. Y una de las partes contratantes expone los motivos que le mueven para seguir montando este tiberio, por el cual León ha pasado a servir de motivo de cachondeo entre todos los miembros de la comunidad: «Resulta paradójico que el Ayuntamiento, al pertenecer a la mancomunidad esté dando hálito a Serfunle, empresa que no tiene ninguna instalación ni dependencia en el municipio...» Bueno, bien, lo que ustedes digan. Pero ¿a dónde entierro a mi muerto?

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