Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

Morir en Semana Santa

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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SIEMPRE ES TRISTE MORIR, pero cuando ésto sucede en Semana Santa y en el tramo más estéril del paisaje, rodando a ciento y pico de kilómetros por hora, en pos de la paz que emana de la Santa Vacación, cuando esto sucede, entonces, la tristeza se convierte en amargura, que posiblemente determine los actos sucesivos. Porque la muerte siempre deja señal. Cuando nos disponemos a la trágica anotación de los muertos producidos en la carretera en estas fechas, ya llevamos anotados cerca de cien. Alguien, acostumbrado a las frías anotaciones estadísticas establecerá inmediatamente la comparación entre las víctimas de este año de 2005 y aquellas, ya medio olvidadas, del pasado ejercicio. Y no faltará funcionario optimista que se apresurará a declarar que, durante estas fechas vacacionales, la cifra de muertos en carretera ha sido inferior en dos muertos a la registrada en la pasada temporada. Y se añadirá con cierto tono jubiloso en la referencia: «Dos muertos, al fin y a la postre, no son tantos muertos, si se tiene en cuenta la enormísima cantidad de vehículos cargados que ruedan durante estos días transportando familias ilusionadas y la natural mecánica de la prisa». Porque todos tenemos deseos de llegar. ¿A dónde? Allí a donde nos sea permitido gozar de un tiempo distinto al habitual. El ser humano pertenece a la especie de esos animales, incapaces de permanecer quietos y en actitud meritoria de reflexión, precisamente sobre la transitoriedad de esta vida. Nos viene a la memoria la filosofía de aquella ranchera mexicana, tan en boga en tiempo precisamente de menos inquietud por devorar espacio y tiempo: «Que no hay que llegar primero / que hay que saber llegar». Está claro que los hombres, las mujeres y aún los adolescentes de hoy, no les interesa el descansar lejos del mundanal ruido. Y nos entregamos al ejercicio suicida de correr, correr y correr, hasta dar con nosotros sobre la tierra agobiadora, aburrida y canalla del asfalto. Nos asomamos, cuando alcanzamos la estación de llegada al paso de la representación de la muerte más sobrecogedora y contemplamos los cuerpos de madres desoladas y cruces definitivas. Y esto que debiera servirnos para considerar la necesidad de acomodar nuestros impulsos, pasiones, ambiciones y temores, ante la inevitabilidad de la muerte («Tanto penar, para morirse uno», que diría Miguel Hernández, nos arrastra hacia la dispersión de las conciencias, hacia la desorientación, hacia la frivolidad de placeres sin sentido, y a toda velocidad nos lanzamos carretera adelante hacia donde el destino nos lleve. Cuando no montamos la parafernalia de la parodia de la Semana Santa, hasta convertirla en juerga borracha, sin gracia ni temperatura. Y en tiempo que debiera servir de motivo de gozo porque, siempre queda la esperanza, la gente muere. Cien muertos, señoras y señores, son muchos muertos. Tanto si se producen en el alocamiento de un viaje precipitado, como si les provoca alguno de estos alucinados estadistas con enraña de acero. Y a mí sí que me dan pena y me causan un respeto imponente. Y me digo: Se produce el silencio con la muerte / en lo más hondo del mundo / donde germinan los ojos luminosos / de los insectos y de los muertos antiguos». Cien muertos siguen siendo demasiados muertos...

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