Cuestión eterna desde Constantino
La capacidad patrimonial de la Iglesia se reconoció en los edictos de Milán. Fue Franco quien acordó entregar cada año una cantidad a la Conferencia Episcopal, el antecedente de los acuerdos de 1979
Reconocida la capacidad patrimonial a la Iglesia por los edictos de Milán y de Constantino, se fue aumentando el patrimonio merced a las aportaciones voluntarias de los fieles, a los derechos de estola o tasas con ocasión de la administración de los sacramentos y a los impuestos de diezmos y primicias. Llegada la Edad Media (VII-XI), se mantiene vigente la prohibición de enajenar bienes eclesiásticos, con lo que la Iglesia alcanza un culto espléndido y un clero numeroso, dedicado a fines educativos, sociales y benéficos. La propiedad estuvo amortizada, es decir, sustraída a libre circulación porque su venta estaba prohibida, hasta que en el siglo XIX sufrió el proceso de desamortización que abarcó la incautación por parte del Estado de los bienes nacionales y la enajenación de esos bienes que generalmente se realizó mediante la venta a particulares en pública subasta. Lo que resultó de ese proceso fue la pérdida de autonomía económica de la Iglesia -se le quitaron los bienes propios- y, en consecuencia, la consiguiente dependencia del Estado. La Constitución de 1831 se pasa a una nueva desamortización: quedan disueltas entonces las órdenes religiosas que impongan un voto especial de obediencia a una autoridad distinta a la del Estado y sus bienes nacionalizados. Las primeras obligaciones Al finalizar la Guerra Civil, Franco restablece la dotación y recoge en los presupuestos de 1940 una partida asignada como capítulo de «obligaciones eclesiásticas». En 1953, mediante un concordato, se asigna nuevamente una dotación y se añaden las indemnizaciones por las pasadas desamortizaciones. Tras subir los sueldos y equipararlos a los de los maestros, se consiguió una aportación global y única a entregar a la Conferencia Episcopal, paso previo a la solución que se adoptó en los acuerdos de 1979 con la Santa Sede. En un clima ensombrecido por los coletazos de la represión franquista, España revisa la aportación del Estado a la Iglesia y acuerda la colaboración en su sostenimiento económico, «con respeto absoluto al principio de libertad religiosa». En estos acuerdos, la Iglesia Católica se comprometía a «lograr por sí misma los recursos suficientes para sus necesidades».