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Ya se van los pastores...

Barrios de Luna homenajeará, un año más, a los pastores que ya se van de la montaña leonesa hacia Extremadura

Publicado por
Enrique Alonso Pérez - león
León

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El otoño leonés, siempre esperado con expectación por los labradores como culminación de un intenso laboreo, y el regusto de una buena y gratificante cosecha, está marcado también por la nostalgia de los pastores que durante cuatro meses poblaron los puertos de altura conviviendo y compartiendo con las buenas gentes montañesas. A ellos, a los pastores, dedicamos hoy nuestro Retablo, pues sabemos que las esencias leonesas, unidas tan profundamente a la tierra, están enraizadas con el mundo pastoril, en su cultura, en su folklore, en sus costumbres y en sus amores. A partir del siglo XIII, y ya reguladas las Ordenanzas, que durante siglos rigieron el llamado Concejo de la Mesta, aparecen en nuestra provincia las delimitaciones viarias impuestas por la Cañadas Reales -90 varas de ancho- y los Cordones -45 varas de ancho-. Dos siglos más tarde, la pujante y poderosa Mesta, alcanzaría la plenitud de derechos con la promulgación de las nuevas Ordenanzas, en 1492, por los Reyes Católicos, que posponen los intereses de los agricultores a los de la gigantesca trashumancia, pues en esta fecha controlan, desde la Corona de Castilla, nada menos que unos cinco millones de cabezas de ganado ovino, encuadrado casi en toda su totalidad en grandes cabañas pertenecientes a la nobleza y a los «ricos homes» de las dos mesetas. La industria de la lana De esta manera pudo remontarse, en parte, la depauperada economía de León, que había sido herida de muerte con la expulsión de los judíos y moriscos, dueños casi absolutos, en aquella época, de los mercados y finanzas de los dos recién unidos reinos cristianos. Por eso, la industria de la lana, fue en aquellos momentos la tabla de salvación que impidió el hundimiento económico; no en vano las dos terceras partes de la producción se exportaban al extranjero, gravando la Corona, cada saca de lana que fuese a los Países Bajos, con un ducado, mientras que las sacas enviadas a Italia pagaban el impuesto de dos ducados. Había que mimar, pues, los intereses trashumantes, aunque con ello se hacían cada vez más profundos los seculares enfrentamientos del pastoreo y la agricultura. No es difícil, de esta manera comprender las secuelas, costumbres, tradiciones y hermanamiento que nuestra provincia tuvo, y tiene, con las gentes de la trashumancia. León fue siempre la provincia más receptora de churras y merinas, al reclamo de sus jugosos pastos de montaña, que al amparo de los verdes puertos, aseguran el frescor de sus hierbas aún en los más cálidos veranos. Y así, desde las extremaduras, por el vejo reino de León, se bifurcaban varios cordeles que conducían a los altos valles montañeses. León, siempre pionera La provincia de León, siempre pionera en los movimientos trashumantes, como muy bien ha reflejado nuestro «Pastor Mayor», de la presente edición, Manuel Rodríguez Pascual, en su libro sobre «La Trashumancia», concentraba sus ganados en localidades tan carismáticas para los pastores, como Tejerína, Prioro, Remolina, Torre de Babia, Abelgas, La Majúa, Sena de Luna, La Vega y Robledo de Caldas, Los Barrios... Las grandes cabañas, propiedad siempre de miembros de la Nobleza, instituciones eclesiásticas o ricos hacendados enredados en la política nacional, se componían de una media de diez mil cabezas, controladas por el máximo responsable, el Mayoral, cuya selección se hacía entre los más expertos conocedores de la ganadería y del territorio: hombre también preparado para llevar la contabilidad, contratación de pastores, soldadas, costes de manutención, arrendamientos, distribución de rebaños, ventas de lana... Los rabadanes Después, los rabadanes, que tenían a su cargo un rebaño de unas mil doscientas cabezas, con responsabilidad para la venta de ovejas viejas o «machorras» y selección de sementales. Luego ya, los «obreros» a pie de obra, que componían el recurso humano más directamente en contacto con el ganado, que dentro de una rango limitado se distinguían hasta llegar al zagal, y eran los auténticos «arreadores» del rebaño. Unos cuidando los laterales para evitar que las reses pudieran entrar en sembrados, y otros que cerraban la cola del rebaño junto con el mastín.